Los vientos de guerra que soplan hoy en Europa muestran de hecho una desalentadora debilidad de la imaginación política y del discurso diplomático, y repiten lo que siempre ha conducido al desastre en la historia: a falta de vínculos reales, se apunta a un enemigo, creyendo que la guerra, y no las palabras, puede dar “unidad” a quien no la tiene.
Parlamento Europeo: ¿de dónde vienen estas dos palabras? Es una historia de sangre y sueños, como lo es siempre la historia de la humanidad. Empecemos por el mito.
Europa, hermosa hija del rey fenicio de Tiro, vio aparecer un toro blanco en la playa. Intrigada, se subió a lomos del prodigioso animal que entró en el mar y la llevó hacia el oeste, a Creta. El toro resultó ser Zeus, que la violó. Europa nunca regresó y Occidente, donde había desaparecido, tomó su nombre.
Heródoto, historiador griego, en el siglo V a.C., buscando las causas remotas de la rivalidad entre Oriente y Occidente afirma que el mito oculta hechos menos prodigiosos, pero igualmente sangrientos: los fenicios habían raptado a la princesa griega Io y los griegos, en venganza, se habían apoderado de la hija del rey de Tiro, Europa. Comenzaba así la cadena de venganzas y raptos que, pasando por la guerra de Troya, culminaría en las guerras persas, ganadas por los griegos unidos (Termópilas, Maratón, Salamina...) frente al invasor. Un choque geopolítico que para Heródoto tenía su bisagra en la zona del Bósforo: de un lado Asia Menor, los persas, del otro Europa, los griegos.
Pero, ¿cómo pudo el nombre de una niña secuestrada convertirse en el adjetivo calificativo del parlamento para el que fueron llamados a votar 370 millones de personas de 27 países? El origen del nombre Europa es incierto, pero indicaba el lugar donde se veía desaparecer la luz, del Sol o de una niña. ¿Es entonces Europa sólo un occidente para los orientales, o una vocación y por tanto una tarea?
Heródoto se hace esta pregunta y afirma que la diferencia entre Asia (menor) y Europa y la causa de su rivalidad era la forma de gobierno: los persas se sometían a reyes despóticos, los griegos a leyes. Subordinación frente a isonomía (igualdad ante la ley). El historiador encontró el elemento unificador de los griegos en la defensa de la libertad: ésta les había dado la fuerza para derrotar a un imperio tan poderoso como el persa.
Sin embargo, Grecia entraría en crisis ni siquiera un siglo después, precisamente cuando la unión de sus ciudades-estado se desmoronó y, en aras de la rivalidad y el dominio, se suicidaron en una guerra fratricida que las debilitó hasta entregarlas a otro rey, el macedonio Filipo, padre de Alejandro Magno. El legado de los griegos fue desarrollado después por los romanos, que crearon geográfica y políticamente Europa tal como la entendemos, construyendo las fronteras de una civilización con un sistema: de leyes en la base de nuestro derecho, de administración y de comunicación (carreteras y lengua) extraordinario. Pero también Roma se derrumbó entre guerras civiles, rivalidades de generales y locura de emperadores, y luego los bárbaros hicieron el resto, aunque conservaron algunas de las estructuras del imperio.
En esta coyuntura, el aglutinante de Europa pasó a ser el cristianismo. ¿Cómo? En 476 d.C., el último emperador de Occidente, un adolescente, fue depuesto y el desorden se extendió por las ruinas del imperio. Benito, un joven nacido en Norcia en el 480 d.C. en el seno de una familia acomodada que abandonó para ir a Roma por sus estudios y la había luego dejado sumida en el caos; la había sin embargo conservado en su corazón y en su mente. Retirado a los Apeninos del Lacio, creó comunidades guiadas por su Regla (misma raíz que reggere), resumida en: ora et labora, 'rezar y trabajar'. Gracias a estos dos imperativos inseparables, monjes y laicos de las tierras vecinas formaron una comunidad en la que no importaba ser libre o esclavo, noble o campesino, erudito o ignorante, romano o bárbaro: todos, dentro y fuera del monasterio, colaboraban.
Este arte de vivir armonizaba espíritu y cuerpo, eternidad y tiempo, naturaleza y trabajo, tradición e invención, individuo y comunidad, como demuestran las obras maestras vivas de la tradición benedictina: la organización de las ciudades que admiramos hoy en su síntesis virtuosa de lo edificado y el campo, la viticultura y la apicultura, el arte medicinal y de oficina con plantas, el cultivo de terrenos difíciles, un sistema embrionario de depósitos y préstamos, los escritorios para copiar y meditar textos antiguos, la educación de los niños, la arquitectura de las abadías, los rituales cotidianos conservados en palabras como desayuno, plato, almuerzo... Europa devino, como dice el gran sociólogo Léo Moulin en La vida cotidiana según san Benito: “Una red de granjas modelo, centros de cría, semilleros de cultura, fervor espiritual, arte de vivir, voluntad de acción, en una palabra, una civilización de alto nivel surgida de las tumultuosas olas de la barbarie. San Benito es sin duda el padre de Europa”.
De estas semillas florecerán la Edad Media y el Renacimiento, que harían de Europa una obra maestra y un baluarte contra la invasión, esta vez del islam.
No hay, pues, Europa sin añadir al legado de Atenas y Roma el de Jerusalén, es decir, el judeo-cristianismo. Pero, por desgracia, la Europa de los egoísmos nacionales y las guerras de religión traicionó esta alma compuesta. No es casualidad que un genio como Novalis, en 1799, trastornado por la sangrienta fragmentación política debida a las guerras napoleónicas, retomando la tradición humanista europea (Erasmo de Rotterdam y Pico della Mirandola), escribiera Cristiandad o Europa, en la que buscaba el alma perdida del continente. Una propuesta que fue desoída, con el resultado de exacerbar las divisiones nacionales que conducirán a la trágica historia del siglo XX.
Para hacer Europa, por tanto, no basta una moneda común, hace falta un alma común: de lo contrario no se da un cuerpo (social) vivo. Europa no es la suma de egoísmos nacionales, sino una sinfonía: ¿cuál es la partitura?
Europa no se da por ser una identidad superior, todavía impregnada de mentalidad colonial y bélica. Europa no se da por imposición de reglas dictadas por las economías más fuertes. Europa no se da sin Ucrania, pero tampoco se da sin Rusia, porque como repetía Juan Pablo II, es una desde el Atlántico hasta los Urales. Europa no se da sin una política migratoria compartida. Europa no se da como sucursal de la OTAN, sino como polo de una tensión geopolítica multipolar. Europa no se da sin una regulación clara de los enormes flujos de capital gestionados por los pocos grupos económicos y las empresas que hoy dominan la economía mundial. Europa no existe sin la unión de las iglesias católica, protestante y ortodoxa.
Pero esto sigue siendo una utopía sin un lenguaje común: una nueva capacidad de “hablar” los unos con los otros. Incluso el “parlamento” (el lugar donde se “habla”) es un invento benedictino: el parliamentum, en latín medieval, era de hecho la asamblea supranacional de las abadías.
¿Se habla en Bruselas esta lengua común? ¿Qué espíritu me une a un francés, a un húngaro, a un alemán, a un polaco... hasta el punto de sentirlos parte de mí mismo cuerpo (social)? El Erasmus y la itinerancia no bastan. De hecho, los vientos de guerra que soplan hoy en Europa muestran una desalentadora debilidad de la imaginación política y del discurso diplomático, y repiten lo que siempre ha conducido al desastre en la Historia: a falta de vínculos reales, se apunta a un enemigo, creyendo que la guerra, y no el diálogo, puede dar “unión” a quien no la tiene. El mito no se equivocaba: Europa sigue siendo la niña del cuento antiguo, secuestrada hacia el oeste. ¿Salvarla es un sueño o nuestra vocación?
Ver, Hanno rapito Europa
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