Las recientes guerras, en particular en Ucrania, y la propaganda electoral en los Estados Unidos, tras el atentado a Trump, exigen con urgencia una reflexión sobre la relación entre teología y política.
Los recientes acontecimientos bélicos, especialmente el conflicto entre Rusia y Ucrania, y aquellos relacionados con la propaganda electoral en los EE. UU., en particular el atentado contra el expresidente Donald Trump, piden una reflexión sobre la relación entre teología y política. Tanto el patriarca de Moscú como el propio candidato estadounidense y sus seguidores tradicionalistas han invocado el nombre de Dios, absolutizando el conflicto al considerarlo incluso "metafísico", llamando a las armas del bien contra el mal. En estas posiciones no es difícil reconocer una deriva totalitaria de la teoría ortodoxa de la "sinfonía" en la relación Iglesia-Estado, así como el origen fundamentalista-evangélico de ciertas expresiones peligrosas.
Ante estos torpes intentos de evocar, sin invocarlo realmente, lo Absoluto trascendente, siempre será necesario referirse a la palabra de Dios, que dice: "No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano, porque el Señor no dejará sin castigo a quien pronuncie su nombre en vano" (Éx 20,7).
Nuestro contexto exige una renovada teología política y la implicación de los laicos en el conocimiento que brota de la fe, para que estas tendencias no se extiendan también en los ambientes católicos. El compromiso cultural de los creyentes debe reflexionar sobre la laicidad y activar caminos de pensamiento dentro del acto de fe y sus contenidos.
No pretendemos aquí reflexionar sobre la fragilidad de la democracia, sino sobre la experiencia de fragilidad que, en particular en los Estados Unidos, están atravesando aquellos que aspiran al poder. Por un lado, está la debilidad debida a la edad y a posibles deficiencias psicosomáticas, y por otro, la posibilidad de ser agredidos y heridos, aunque afortunadamente no asesinados (aunque ha habido muertos), cuando se enfrentan a eventos públicos con una amplia participación popular.
Como católicos, hemos vivido ambas experiencias, ya sea en la historia de pontífices que continuaron su servicio a pesar de la precariedad de sus condiciones físicas y después de un atentado mortal, aunque no letal, como Juan Pablo II, o que decidieron retirarse, como Benedicto XVI, para que su fragilidad no afectara su ministerio. Hoy en día, tenemos un obispo de Roma que ejerce su magisterio no desde una imponente silla gestatoria, sino desde una silla de ruedas. ¿Qué lección proviene de estos eventos y experiencias?
En el último acontecimiento dramático, me vino a la mente el final de la serie de televisión Juego de Tronos, que causó controversia por ir en contra de lo que se podría esperar del resultado de una lucha por el poder. En ese contexto, es significativo el discurso de Tyrion, el enano sabelotodo, con su propuesta desconcertante: "En estas últimas semanas he tenido mucho tiempo para reflexionar. He reflexionado sobre nuestra sangrienta historia. Sobre los errores que hemos cometido. ¿Qué une a las personas? ¿Los ejércitos? ¿El oro? ¿Los estandartes? Son las historias, los relatos. Nada en el mundo es más fuerte que una buena historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo puede derrotarla. Y ¿quién tiene una mejor historia... que Bran el Tullido? El niño que cayó de una torre y sobrevivió. Nunca volvería a caminar, por lo que aprendió a volar. Se aventuró más allá de la barrera de un niño lisiado para convertirse en el cuervo de tres ojos. Es nuestra memoria... el guardián de todas nuestras historias. De guerras, hambrunas, matrimonios, nacimientos, masacres. Nuestros triunfos... nuestras derrotas... nuestro pasado. ¿Quién mejor que él para guiarnos hacia el futuro?".
La fragilidad ofrece otra perspectiva del mundo, del poder, de la política y del papel que se está llamado a desempeñar. Un tercer ojo, precisamente. Y esto porque la experiencia y la conciencia de los propios límites permiten evitar la absolutización del propio poder. Los italianos aún recuerdan, como advertencia, las imágenes de un dictador que exhibía su fuerza física, siendo filmado mientras segaba trigo con el torso desnudo o montaba un caballo con arrogancia. A los dictadores les falta conciencia de sus propios límites. Pero justamente en presencia de personas frágiles que detestan el poder, la debilidad del líder debería ser compensada por la fuerza de la política, en la medida en que quien está llamado a gobernar deberá decidir recibir ayuda y elegir con gran prudencia y espíritu de discernimiento a sus colaboradores, evitando rodearse de clones.
La reflexión teológica debería ayudarnos a evitar fundamentalismos teocráticos, que siempre conducen a la violencia y niegan el diálogo democrático. Y una teología política cristiana que aborde el sentido del poder no puede dejar de partir del Nuevo Testamento.
El pasaje paulino más interesante al respecto, que debe ser interpretado adecuadamente, se encuentra al inicio del capítulo 13 de la Carta a los Romanos, que dice: "No hay autoridad sino de parte de Dios: las que existen han sido establecidas por Dios". En latín, "Non est enim potestas nisi a Deo". Sería sumamente interesante investigar la diferencia entre "autoridad" y "poder", este último término adoptado en la Vulgata. ¿Todo poder viene de Dios, pero estamos seguros de ello? ¿Incluso el de Hitler o Stalin? El contexto debería ayudar a comprender una expresión tan general. Pablo, de hecho, aquí está preocupado por advertir a los destinatarios de la carta (judío-cristianos residentes en Roma) sobre la tentación de oponerse violentamente a las autoridades del Imperio, presentando a los cristianos como buenos ciudadanos, fieles a las leyes.
Pero un desarrollo posterior en la dinámica neo-testamentaria sobre el tema del poder lo encontramos en el diálogo entre Jesús y Pilato, durante el juicio civil al que está sometido el Nazareno: "No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto" (Jn 19,11). El hecho de que el gobernador no sea el origen de su propio poder (y esto se aplica a todo gobernante) implica que no puede ejercerse de manera absoluta y abusiva. La procedencia divina del poder, lejos de conferirle una dimensión mesiánica, es evocada por Jesús para relativizarlo.
El pasado 12 de julio falleció (esperemos que haya ido a mejor vida) el artista estadounidense y destacado exponente del videoarte, Bill Viola. En esta ocasión, algunos medios retomaron una entrevista que concedió en 2012 a Friedhelm Mennekes, publicada en el cuaderno 3886 de La Civiltà Cattolica. Un fragmento de ese diálogo, titulado Cuerpos de luz, me parece relevante para nuestro tema, porque reflexiona sobre el papel de la fragilidad y su capacidad para dotarse de un tercer ojo. El artista cuenta sobre una conversación con un maestro zen en Japón: "Estudiamos zen con un hombre maravilloso llamado Dian Tanaka, cuando vivíamos en Japón en 1980-81. Y un día me dijo algo realmente importante, en lo que nunca había pensado antes. Le estaba mostrando algunas de mis obras y explicándole cómo había tenido problemas con algunas piezas, y él me dijo: Tienes que aprender a trabajar desde una posición de debilidad". Obviamente, el maestro se refería al trabajo del artista, pero ¿acaso la política no es también un arte? Mejor dicho, el arte de gobernar bien, que no puede expresarse como tal si no a partir de la fragilidad de quien está llamado a ejercer ese papel.
Ver, La fragilità dei potenti e la coscienza dei limiti
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