Adiós a El Cairo. He aquí imágenes del nuevo corazón -administrativo, económico, político- de la nación egipcia. La metrópoli de El Cairo, una de las más pobladas del mundo, se va derrumbando. Así que el presidente al-Sisi ha ordenado la construcción de una nueva capital, aún sin nombre. El fastuoso proyecto de más de 50.000 millones de dólares debería estar terminado para las próximas elecciones presidenciales. Pero los rascacielos y monumentos que se levantan proyectan ya sombras siniestras.
A lo largo de la ultramoderna autopista de doce carriles que desde El Cairo atraviesa el desierto en dirección a Suez, el esqueleto de un altísimo rascacielos toma forma como un espejismo. Atisbando en el horizonte, palacios, edificios imponentes, cúpulas, pilones y viaductos aparecen lentamente.
No se trata de una ilusión creada por el calor: lo que hasta hace menos de diez años era sólo una inmensa extensión de arena es ahora una obra interminable y febril que, según los sueños del líder egipcio Abdel Fattah al-Sisi, dará forma a la nueva capital.
El Cairo es una de las ciudades más pobladas del mundo, con más de veinte millones de habitantes que viven en un área metropolitana repartida entre las dos orillas del Nilo. Una ciudad que siempre parece a punto de derrumbarse bajo su propio peso, asfixiada por la contaminación, con infraestructuras insuficientes y servicios a menudo inestables e inadecuados.
De ahí la idea de abandonar a su suerte la capital milenaria para crear una completamente nueva 50 kilómetros más al este: un centro monumental extendido sobre 700 kilómetros cuadrados y capaz de albergar ministerios y oficinas gubernamentales, así como, en las previsiones más optimistas, siete millones de habitantes.
Una historia que viene de lejos
La nueva capital, que aún no tiene nombre oficial, es sólo el último de una serie de proyectos iniciados en los años setenta, durante la época de Sadat, para descongestionar la metrópoli cairota. Así, en las últimas décadas han surgido numerosas ciudades satélites, preparadas para acoger a cientos de miles de habitantes o planificadas como zonas de desarrollo industrial, como la "Ciudad del Décimo Ramadán", la "Ciudad del 6 de octubre" y la más reciente "Nuevo El Cairo", una ciudad exclusiva deseada por Mubarak a principios de la década de 2000.
Fue el propio Mubarak quien esbozó por primera vez la idea de una nueva capital, una intuición que el actual líder al-Sisi ha resucitado no sólo como proyecto estratégico, sino incluso como símbolo de un nuevo Egipto eficiente, moderno y atractivo.
Así, el plan urbanístico mezcla arquitectura de vanguardia, referencias a la época clásica y un simbolismo que remite al glorioso pasado de los faraones: arcos triunfales, columnatas, minaretes e inmensas plazas arboladas de simbolismo típicamente egipcio enmarcan los impresionantes edificios monumentales revestidos de mármol claro.
Por último, el corazón palpitante de la nueva capital será el llamado Central Business District, un pequeño Manhattan atestado de rascacielos coronados por la New Iconic Tower, una torre cilíndrica de vidrio y acero de 390 metros, que será la más alta del continente africano.
Para su nueva ciudad, probablemente la más grande jamás construida desde cero, al-Sisi no ha escatimado en gastos: en 2015, año en que comenzaron las obras, el importe previsto ascendía a 45.000 millones de dólares, cifra que va a aumentar considerablemente hasta superar los 50.000 millones, y que se ha podido conseguir principalmente gracias a la financiación de Pekín, principal socio del país.
¿Obra sostenible?
La retórica, cuando se construyen nuevas ciudades, es siempre la misma: los conceptos de sostenibilidad, ciudad inteligente y tecnologías verdes impregnan todos los discursos: imágenes de barrios llenos de árboles, elementos acuáticos, cristales reflectantes y gente elegante ofrecen una percepción de modernidad, serenidad y bienestar generalizado.
Sin embargo, desde la página web oficial de ACUD, la empresa estatal que gestiona el proyecto, controlada en un 51% por el ejército, se transpira una idea angustiosa y nada tranquilizadora de ciudad inteligente, con un centro de operaciones capaz de vigilar, con sensores, drones y miles de cámaras, todos los aspectos de la nueva ciudad, desde la producción de energía hasta el tráfico y la calidad del aire; pero no sólo eso. Se utilizarán modernos sistemas de inteligencia artificial y reconocimiento, por ejemplo, para señalar la presencia de personas sospechosas, el acceso de individuos no autorizados o la celebración de concentraciones.
Igualmente, poco convincente es la narrativa de una ciudad verde y sostenible, reiterada por las autoridades egipcias incluso en la Cop-27 de Sharm el-Sheikh: es cierto que gran parte de las futuras necesidades energéticas se cubrirán con sistemas fotovoltaicos y que la actual El Cairo es una de las ciudades más contaminadas del mundo, pero el impacto que la construcción de una nueva metrópolis tiene sobre el medio ambiente es incalculable, empezando por el consumo de inmensos espacios de tierra hasta el uso de los recursos y de energía.
Por si fuera poco, la nueva capital, como muchas ciudades fundadas desde la nada, parece diseñada para poner los carros como prioridad: enormes autopistas de seis u ocho carriles rodean los barrios y conectan los centros neurálgicos, mientras se planea construir miles de kilómetros de nuevas carreteras.
La sombra de la crisis
El rostro confiado del presidente destaca en decenas de desplegables esparcidos entre las obras y acompañados de eslóganes altisonantes. “Una nueva capital para todos los egipcios", reza una frase, pero basta con mirar alrededor para darse cuenta de que es poco probable que así sea. Muy pocos podrán permitirse comprar los pisos nuevos y exclusivos que ahora se ofrecen por algo menos de cien mil dólares en un país donde un maestro de primaria gana unos cien euros al mes.
Ciertamente, la presencia de ministerios, oficinas gubernamentales y sedes de empresas privadas obligará a muchos empleados y funcionarios a trasladarse a las nuevas zonas residenciales, pero sólo para una minoría de ellos estas viviendas serán asequibles, los demás perderán su empleo o se verán obligados a realizar desplazamientos diarios muy largos y costosos desde El Cairo, al menos hasta que se planifiquen barrios de bajo coste.
Otra cuestión delicada es la del tiempo: el traslado de oficinas, servicios y personal es una operación delicada y que requiere mucho tiempo, lo que significa que durante este tiempo las zonas residenciales correrán el riesgo de permanecer semivacías, lo que las hará menos atractivas y pondrá en peligro la supervivencia de las empresas y los servicios.
El tiempo es un factor nada desdeñable, también políticamente: en 2024 habrá elecciones presidenciales en las que al-Sisi, gracias a una providencial enmienda de la Constitución, podrá presentarse a un tercer mandato; a pesar del férreo control sobre la oposición y los disidentes, el descontento por la crisis económica crece y corre el riesgo de convertirse en explosivo.
No es casualidad que los trabajos continúen febrilmente y las obras estén abarrotadas de gente: la inauguración debería anticipar la cita electoral y hacer olvidar la polémica. En efecto, con el coste de la vida galopante y una deuda pública que se ha cuadruplicado en los últimos 15 años, la nueva ciudad podría pasar de ser el orgullo del hombre fuerte de El Cairo a convertirse en un fracaso que podría comprometer su permanencia en el poder.
La cara oculta de una ciudad inteligente
Un grupo de jóvenes sentados bajo los pilones de hormigón del nuevo monorraíl espera un posible trabajo para el día, otros detrás de ellos se tambalean cargando sobre sus hombros pesados cubos llenos de cemento; no muy lejos, un obrero de mediana edad reza junto a una oruga sobre una estera desgastada tras terminar su turno.
Son los bastidores de la ciudad inteligente, la parte que suele pasar desapercibida pero que está detrás de todas las grandes obras de la historia de la humanidad: ancianos con el rostro ahuecado por las arrugas y el cansancio, gente muy joven, poco más que niños, cubiertos de polvo, se afanan en los trabajos más humildes, cargando ladrillos, mezclando cemento o paleando arena.
En los bordes de las carreteras, los vertiginosos andamios y las obras de las grandes plazas están repletos de miles de personas procedentes de los barrios marginales de El Cairo o emigrantes de zonas rurales: otros vienen de más lejos, de Sudán del Sur o Etiopía. Viven escondidos en recintos en el desierto o en miserables chabolas: nadie los ve y, sin embargo, es gracias a sus manos y a veces a su sangre que la magnífica nueva capital toma forma. Una historia que se repite, desde la época de las pirámides hasta nuestros días.
Sus frases a media voz, pero sobre todo sus miradas desencantadas, dejan claro que, a pesar de la retórica del régimen, son muy conscientes de que los elegantes palacios y las pintorescas plazas que toman forma entre la arena nunca serán alcanzables para ellos.
Nada nuevo bajo el sol
El curso de los acontecimientos parece repetirse cíclicamente en este rincón de África con una historia que se remonta miles de años atrás: El Cairo mismo se construyó de la nada para convertirse en una nueva capital. En el año 969, tras conquistar Egipto en nombre del imperio fatimí, el general árabe de origen siciliano Jawhar al-Siqilli decidió fundar una nueva ciudad justo al norte de la entonces capital, Fustat.
Poco más de mil años después, la historia se rebobina. Fustat fue absorbida lentamente por la nueva ciudad, convirtiéndose en un barrio, y también en un vertedero. ¿Tendrá El Cairo el mismo destino? Cuesta pensarlo, pero la historia de Egipto, como sabemos, es milenaria y está salpicada de proyectos enigmáticos, inmensos, exagerados. Faraónicos, de hecho.
Foto © Nick Hannes / Panos Pictures
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