El Papa Francisco ha anunciado que 2025 será un Año Jubilar Ordinario. Siguiendo la tradición, ha publicado una bula con el título: «La esperanza no defrauda».
La celebración de un Año Jubilar en la Iglesia católica fue proclamada por primera vez en 1300 por el Papa Bonifacio VIII, que estableció el plazo en cada cien años. En la época de la Sede de los Papas en Aviñón (1305-1377), el Papa Clemente VII accedió a numerosas peticiones para convocar el Jubileo en 1350 en lugar de 1400, y fijó el plazo en cada 50 años. Finalmente, Pablo II, en 1470, estableció que en el futuro el Jubileo tendría lugar cada 25 años.
Estos años jubilares «ordinarios» se intercalaron con una serie de jubileos «extraordinarios». El Papa Pío XI proclamó el año 1933 Jubileo Extraordinario de la Redención para celebrar el 1900 aniversario de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, y el Papa Juan Pablo II proclamó un segundo Jubileo Extraordinario de la Redención cincuenta años después. Y con la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente también proclamó el año 2000 como Gran Jubileo extraordinario por el segundo milenio del nacimiento de Cristo. Por último, el Papa Francisco convocó un Jubileo Extraordinario de la Misericordia del 8 de diciembre de 2015 (Solemnidad de la Inmaculada Concepción) al 20 de noviembre de 2016 (Fiesta de Cristo Rey).
¿Qué es el Jubileo?
Los orígenes del Jubileo se remontan al Antiguo Testamento, cuando la Ley de Moisés ordenaba al pueblo hebreo: «Declararás santo cada quincuagésimo año». La aspiración del Jubileo era la «libertad» (deror en hebreo), porque este año, decía la Ley, «proclamarás la libertad en la tierra para todos sus habitantes. Será un jubileo para ustedes».
Era un año de liberación de esclavos y siervos, símbolo de justicia e igualdad; un año de restauración, pues la tierra vendida era devuelta a sus propietarios originales, restableciéndose la equidad económica y social; un año de santificación, destacando el reconocimiento de la soberanía de Dios: a Él pertenece la tierra de la que los hombres sólo son administradores. De este modo, la tierra también recuperaba su dignidad ya que era puesta en descanso: «No sembrarás, no segarás las espigas que no hayan sido desgranadas, no vendimiarás las viñas que hayan crecido libremente».
En resumen, se trataba de restablecer el equilibrio social, promover la libertad y recordar la dependencia de Dios: era una experiencia de perdón, justicia social, igualdad, descanso y renovación espiritual. El Jubileo proclamaba el deseo de Dios de libertad, dignidad y equidad para su pueblo. El sonido del cuerno de carnero, «yôbel» en hebreo, anunciaba este año, de ahí la palabra «Jubileo».
El Papa Francisco, al proclamar el 2025 Año Jubilar, hace referencia a la Ley mosaica recogida por el profeta Isaías 61, 1-2: «El Señor me ha enviado a traer la buena noticia a los humildes, a curar a los quebrantados de corazón, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de bendiciones del Señor». Estas son las palabras que Jesús mismo hizo suyas al comienzo de su ministerio.
El Jubileo es, por tanto, un año de gracia que el Papa Francisco pone esta vez bajo el signo de la esperanza, que «reclama actos de clemencia y liberación»: la Iglesia debe convertirse en intérprete de estas exigencias «para reclamar con valentía condiciones dignas para los encarcelados, el respeto de los derechos humanos y, sobre todo, la abolición de la pena de muerte».
El Jubileo es un tiempo en el que la Iglesia ofrece a sus fieles lo que se conoce como «indulgencia plenaria» para ellos mismos y para los difuntos, es decir, la remisión de las penas temporales y de las consecuencias de los pecados. Los cristianos la reciben mediante los sacramentos y las obras de caridad y justicia: reconciliación entre enemigos, conversión y solidaridad, esperanza vivida en la alegría y paz fraterna.
La creencia en la indulgencia (indulgere en latín) se remonta a la práctica de la Iglesia primitiva: los cristianos culpables de pecados graves debían cumplir largas penitencias públicas que el obispo o el confesor podían reducir, por bondad, siendo indulgentes concediendo la remisión total o parcial de la pena ofreciendo alternativas. La idea de la indulgencia se formalizó en la Edad Media, en relación con la creencia en el purgatorio. La Iglesia siempre ha enseñado que el pecado perdonado en el sacramento de la confesión deja secuelas, «huellas» como dice el Papa en su bula, y «acarrea consecuencias» en la vida humana y social, las llamadas penas temporales que hay que expiar. La indulgencia permite reducir o anular estas huellas, consecuencias y penas.
Una práctica controvertida.
La idea de las indulgencias surgió a partir del siglo XI, pero sólo tomó forma clara con la proclamación de la Primera Cruzada en 1095, cuando el Papa Urbano II prometió una indulgencia plenaria, bajo ciertas condiciones, a los cruzados que partieran hacia Tierra Santa. En los siglos XIII y XIV, esta práctica se estructuró y las indulgencias se hicieron más accesibles, a menudo vinculadas a peregrinaciones, obras de caridad y donaciones para proyectos de la Iglesia. Esto abrió la puerta a la venta de las indulgencias. El Papa León X - a principios del siglo XVI - se aprovechó de esta costumbre lanzando una vasta campaña para financiar la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma y haciendo de las indulgencias plenarias, especialmente para los difuntos, un medio para obtener fondos. El monje dominico Johann Tetzel codificó la práctica: «Tan pronto como el dinero llega a la caja, un alma vuela fuera del purgatorio».
Las críticas arreciaron y culminaron con las famosas 95 tesis de Martín Lutero, publicadas en la iglesia del castillo de Wittenberg (1517), que desencadenaron la Reforma protestante. Lutero las consideraba, con razón, una mercantilización de la fe, un signo de la corrupción de la Iglesia en contradicción con el Evangelio: la salvación, don de la gracia divina, no puede comprarse; “con estas ventas” se apartan los feligreses del verdadero arrepentimiento y de las obras de caridad; el Papa no tiene autoridad sobre las almas ni sobre el purgatorio.
El Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó la validez de las indulgencias, condenó su abuso e introdujo estrictas regulaciones. Hoy, la Iglesia católica conserva las indulgencias, incluidas las plenarias, bajo ciertas condiciones: confesión, comunión, oración por el Papa, rechazo de todo apego al pecado y, como nos recuerda el Papa Francisco, una vuelta a las obras de misericordia en respuesta a la «antigua llamada que viene de la Palabra de Dios y que perdura con todo su valor sapiencial: “Declararás santo este año y proclamarás la emancipación de todos los habitantes de la tierra” (Lev 25,10)». El Jubileo quiere ser un tiempo de liberación, para restablecer la justicia y la igualdad; un tiempo de restauración, para asegurar la equidad económica y social; un tiempo de santificación, para afirmar la soberanía de Dios y el respeto a la creación.
Ocurre a veces que los conflictos ideológicos y religiosos con implicaciones políticas - en tiempos de Lutero era la oposición de los príncipes alemanes al emperador Carlos V, aliado del Papa - en el esfuerzo por restablecer ciertos valores acaban anulando otros. Para la fe católica, los pensamientos, palabras y acciones contrarias a la moral son una ofensa a Dios porque son faltas contra la humanidad y la creación. En el corazón de la indulgencia está el deseo de reducir las consecuencias negativas de estos pecados, que se repercuten en la vida privada, pública y social, y - gracias al sacramento, la oración y las obras de misericordia - restablecer la armonía entre las personas, entre los pueblos, entre la humanidad y la creación una vez - o al mismo tiempo – que es perdonada por el sacramento la ofensa a Dios.
Lutero tenía razón: la Iglesia por deseo de lucro intentaba manipular esta reparación. Sin embargo, reducir la indulgencia, y por tanto el pecado, a una esfera puramente espiritual tuvo la desafortunada consecuencia, entre otras, de que los católicos perdieron el interés por la esfera política, por «la ciudad de los hombres», como la llamaba San Agustín. Por el contrario, la doctrina de la indulgencia, bien entendida, podría haber despertado la conciencia de la responsabilidad corporativa, algo que tan sólo ahora se está tomando en cuenta.
Deje un comentario