La abogacía se preocupa por los valores, la conciencia y el conocimiento de los problemas para promover acciones, políticas y cambios en los temas que interesan a las personas. La promoción no siempre apunta, desde el principio, a resultados concretos. A veces, el derecho o deseo de una persona o de un grupo implica demasiados valores y demasiadas instancias para ofrecer un camino claro de acción. La abogacía puede entonces limitarse a hacer público un problema que se escapa o que no es suficientemente percibido en la opinión pública y los organismos interesados. La abogacía se propone entonces que el deseo percibido como un derecho por una persona o un grupo pueda entrar en la agenda del debate público. Este es el caso de Adeng.
Querido padre,
Mi nombre es Adeng. Tengo 37 años y soy madre de diez hijos, ocho en la tierra y dos ya en el cielo. Vivo en el Sudan del Sur. Fui a una escuela primaria de monjas y, gracias a ellas, mis padres me permitieron empezar la escuela secundaria.
Estaba en mi segundo año, acababa de cumplir diecisiete, cuando bajo la presión de mi hermano y un tío, mis padres me dieron en matrimonio a un hombre veinte años mayor que yo. Él había pagado 200 vacas, una dote sustancial en nuestra cultura, que mi hermano usó principalmente para su boda.
No me consultaron en absoluto: en nuestra cultura, las mujeres, y especialmente las jovencitas, no tienen derecho a expresar su opinión. Así que solo conocí a mi esposo el día de mi boda y me encontré siendo su segunda esposa. La primera era de diez años mayor que yo.
No me puedo quejar de mi esposo, rara vez me pega y, al menos en los primeros años, me cuidaba a mí y a nuestros hijos, y no solo económicamente. Luego llegaron la tercera y cuarta esposas y sus atenciones empezaron a ir a otro lado y, básicamente, tuve que criar a nuestros hijos sola. Sin embargo, tengo mucha más suerte que muchas de mis amigas, que a menudo son golpeadas y humilladas.
Por supuesto, mi matrimonio está muy lejos del matrimonio cristiano que las monjas nos retrataban con entusiasmo en la escuela y el catecismo: un hombre y una mujer se reciben uno a otra y guiados por la mano de Dios, juntan sus vidas y sus proyectos, se prometen respeto, fidelidad y amor eterno, y forman una familia abierta a la vida y a los demás. Una visión que nos hacía soñar a todas, aun sabiendo muy bien que nuestro futuro sería muy diferente.
Antes de casarme era asidua a la iglesia, asistía al catecismo, me confesaba y, todos los domingos junto con mis amigos y amigas, comulgaba. ¡Era una alegría compartir la mesa eucarística como lo hacíamos con nuestras comidas comunitarias!
Al ingresar a las secundarias, comencé a echar una mano a los jóvenes que cuidaban a los niños de la Infancia Misionera, movimiento bien arraigado en nuestra parroquia. A ellos trataba de transmitir los primeros rudimentos de la fe, por lo que una niña de mi edad había podido asimilar.
Después de la boda continué durante cuatro años enseñando catecismo a los más pequeños; luego tuve que renunciar por los deberes familiares pero seguí siendo parte de la Legión de María.
Siempre he llevado a misa a todos mis hijos, incluso cuando eran muy pequeños, como es nuestra costumbre. Todos asisten al catecismo con regularidad y los tres mayores ya han recibido la Primera Comunión y la Confirmación. Eso es…, la Comunión y por eso le escribo esta carta, padre.
No la he podido recibir desde mi boda. En la escuela y en el catecismo me dijeron que una mujer en mi situación vive en pecado y está excluida de la Comunión. ¿Para siempre?
Sé bien que el arrepentimiento sincero y el compromiso de no volver a caer en el error permiten lavar la culpa y obtener el perdón. Pero yo soy y siempre seré la segunda de las cuatro esposas de mi esposo. No tengo poder para cambiar mi condición. En mi cultura, las mujeres no pueden elegir. No elegí casarme con él, ni pude recusarme. No elegí convertirme en una segunda esposa, humillando a la primera; fui la primera en sufrir por ella. No elegí acercarme a él para tener hijos ni tenía poder de rechazarlo. Y tampoco podré hacerlo en el futuro.
¿Cómo salir de esta situación? ¿Huyendo? ¿Qué sería de los niños? ¿Divorciando? ¿Dónde encontrar todas las vacas para pagar el rescate? ¿Conseguir que mi esposo se case conmigo, y yo sola, en la iglesia? Si sucediera, ¿qué pasaría con las otras tres esposas y sus hijos? Aunque mi esposo muriera, Dios no lo permita, todos nos convertiríamos en esposas de uno de sus hermanos llamados a concebir en su nombre a otros hijos con nosotras.
Entonces tengo que bajar la mirada cuando mis hijos me preguntan: "¿Por qué no fuiste con nosotros a tomar la Comunión hoy, mamá?"
Me pregunto: ¿Realmente nunca podré volver a tomar la Comunión? ¿De toda la vida? ¿Incluso si lo quiero con todo mi corazón sabiendo lo importante que es para un cristiano?
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