Rave Party en Viterbo, Italia, y la Boom al Bois de la Cambre en Bélgica, rechazo de la mascarilla en Francia y en los Estados Unidos, rechazo al pase sanitario en casi todo el mundo: el rechazo a las decisiones políticas cotidianas es cada vez más frecuentes tras la llegada del Covid-19.
Al unísono a estas impaciencias sociales, a veces con tonos folclóricos, hay marchas de protesta en Hong Kong y Kinshasa, en Sudáfrica y Líbano, sin mencionar las manifestaciones contra los resultados electorales controvertidos en Estados Unidos y otros lugares.
En un artículo publicado el 23 de junio de 2021 en el sitio web belga Justice et Paix, Emmanuel Tshimanga plantea un dilema: “A veces definidas como actos de incomprensión de las políticas gubernamentales, a veces como actos políticos de protesta por derecho propio, estas acciones plantean cuestiones vinculadas al sistema democrático 'belga' [pero, ¿por qué no simplemente a la democracia?], y nos empujan a analizarlas en profundidad”.
La primera Boom en Bélgica fue el resultado, al parecer, de una broma, pero la Boom 2 -afirma Tshimanga- está más cerca de un movimiento de protesta “que parece inscribirse sobre el modelo de desobediencia civil”. Así sería según la afirmación de Dave Monfort, inspirador de la Boom: “Lo hacemos para defender nuestra Constitución, y los artículos 23 y 26 en particular, que están siendo pisoteados por normas consideradas anticonstitucionales por la misma Corte de Bruselas” (La Boum, le bal non-masqué des indociles).
Por otro lado, se inquieta Tshimanga, según la Sra. Duchateau, las reivindicaciones muestran “el hartazgo frente a la política de crisis” que las personas que participaron en la Boom consideraban ir contra de la juventud. “No podemos aceptar el hecho de que para intentar salvar a unos cientos de octogenarios o más mayores, que van a morir igualmente en los próximos meses, estemos arruinando el futuro de una juventud que se encuentra con ideas suicidas” (La Boum, le bal non-masqué des indociles).
Se entiende, entonces, la “imagen negativa, violenta y caótica” que tiene “la opinión pública sobre estos medios de compromiso ciudadano. A las personas que desobedecen a menudo se les recuerda que, en una sociedad democrática, existen herramientas y procedimientos legales para arbitrar las múltiples visiones que concurren”. ¿Cuándo está bien desobedecer en una democracia?
Una cierta “concepción de la democracia tiende a restringir el concepto de legitimidad a la legalidad positiva, es decir, sólo a aquello que es legal y legítimo. Los desobedientes y las desobedientes son indirectamente invitados e invitadas a volver al orden de lo legal y a limitarse a los modos de protesta institucionalizados y ordenados», recuerda el autor.
Sin embargo, Jürgen Habermas - citado en el artículo -, en Droit et Démocratie, afirma: “Cuando ciertos principios o derechos fundamentales están en juego y parecen entrar seriamente en contradicción con una ley o un acto gubernamental, la desobediencia civil es legítima – mucho más- es deseable, incluso necesaria, y la posibilidad de recurrir a ella debe en todo caso ser valorada positivamente” (Sintomer, 1998. Aux limites du pouvoir démocratique. N°24 (2), 85 104).
Para Habermas, cabe notarlo, la desobediencia civil invoca sólo “la adecuación necesaria entre el orden y los principios que lo sustentan”. Es decir, la desobediencia civil solo se justifica en la medida en que el Estado o la Administración violen los mismos principios fundamentales que establecen el orden jurídico sobre el que descansa su propia legitimidad.
Sin embargo - observa Tshimanga -, “En nuestro tiempo, las acciones de desobediencia civil son a menudo el último recurso en las estrategias de participación ciudadana. Sin embargo, históricamente, esta es la forma de protesta ciudadana de la que se ha derivado la mayoría de nuestros actuales logros políticos y sociales”. Así - juzga Tshimanga-, “la visión de Habermas del Estado de derecho democrático está demasiado idealizada y lejos de la realidad porque, como informa el politólogo Yves Sintomer, no tiene en cuenta las relaciones de dominación”.
La democracia es el mejor sistema político o el menos malo sólo en la medida en que garantiza “espacios para las libertades fundamentales, que permitan expresarse, pensar y actuar sobre el destino de su comunidad política”. “La privación de estas libertades [...] atenta contra una de las condiciones esenciales para una buena vida”, lo que se da, “de manera visible, como la corrupción, el clientelismo o las presiones abiertas de los que están en el poder, o de manera insidiosa, por mecanismos extralegales como la política de partidos, la exclusión o la marginación de los dominados y dominadas, los medios de comunicación que forman parte de una lógica de publicidad más comercial que pública y que están en manos de un reducido número, la ilegalidad que tiende sobre todo a penalizar más las modalidades de delincuencia propias de las clases populares, la lógica intrínseca de la economía capitalista, etc.» (Sintomer, 1998. ibidem).
Según Sintomer, la alteración de estas libertades deroga el deber de obediencia a la ley. Por no hablar de la traición de los partidos y los políticos a sus promesas electorales o la manifiesta incapacidad de ministros que asumen cargos públicos únicamente por la dinámica interna de los partidos.
Finalmente, “Una generación no puede condicionar absolutamente a las siguientes y el valor de una constitución o los derechos proclamados en un momento histórico dado son siempre cuestionable”.
Por tanto, ¿sigue siendo legítimo el uso de acciones de protesta ciudadana, en particular la desobediencia civil? En otras palabras, reformulando una afirmación de Tshimanga, ¿las acciones de desobediencia civil todavía tienen valor real como indicador de madurez democrática o corren el riesgo de ser cercanas al anarquismo?
“El orden político-constitucional a veces puede reconocer derechos sin poder garantizarlos”, y entonces es legítimo e “incluso deseable emprender acciones de desobediencia civil”. Porque, como indica Sintomer, la ciudadanía “no es un estatuto ni una institución sino una práctica colectiva” y tiene derecho a reconquistar o “conquistar derechos, a cuestionar periódicamente el orden y las relaciones de dominación establecidas” (Ver texto mencionado).
Sin embargo, la sociedad democrática no vive bajo relaciones de dominación. La organización social y el sistema estatal están ahí para garantizar el orden, la vida social en común y sobre todo las condiciones necesarias que aseguren el Bien común. Por tanto, es en primer lugar la constatación y verificación de la incapacidad del Estado para salvaguardar el bien común lo que hace de la desobediencia civil “una prueba de la madurez de un Estado de derecho democrático”. La desobediencia civil lleva a “las instituciones democráticas a reconocer sus límites”, a “reconocer sus debilidades” y “a hacer autocrítica”.
“En este constante cuestionamiento ciudadano residen las verdaderas virtudes de la democracia”, de ahí el valor de la desobediencia civil. No obstante, la prueba de este valor solo se encuentra en las propuestas alternativas que la desobediencia civil ofrece para salvaguardar las mejores condiciones para que el bien común sea prerrogativa de todos y que el Estado y su administración salgan de los callejones sin salida donde eventualmente se hunden. De lo contrario, puede derivar en formas de anarquía que, en última instancia, corren el riesgo de abrir la puerta al autoritarismo dictatorial.
Ver Désobéissance civile : signe de maturité démocratique et aussi Légitimité démocratique, pouvoir et domination
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