Navidad y el Año Nuevo se acercan y se intercambian deseos de todo bien. Este intercambio trae consigo pensamientos, serios y banales, espirituales y humanos, a alto nivel o tierra-tierra. Una curiosa coincidencia me hizo pensar en la vida con un toque de humor. En los Estados Unidos lo llaman Golden Birthday, cumpleaños dorados si he entendido bien, y es cuando el número de años a celebrar es el mismo que la fecha de nacimiento.
Me he encontrado así a volver a aquel final de mi primer año en Burundi. Había enseñado latín y griego hablando francés en el último año de secundaria en el Seminario de Kanyosha, cerca de Bujumbura. Me había hecho amigo de un grupo de profesores que me invitaron a un viaje en Tanzania. Estaba incluso planeado de subir al Kilimanjaro, un volcán extinto de 6.000 metros. Más per simpatía, me pareció que la invitación era dictada por el hecho de que tenía a mi disposición el carro de la misión. Sin embargo, desde entonces hemos seguido amigos y algunos de ellos hoy colaboran con mi trabajo en dar a conocer los temas de Justicia y Paz. El hecho es que llegamos a Tanzania en un día festivo. A nuestras preguntas de turistas curiosos nos dijeron que era el Saba Saba. Una breve búsqueda entre la gente, todavía no había ni Google ni teléfono móvil, descubrimos que era el Día Nacional de la Industria, celebrado el 7 de julio y que en swahili Saba Saba significa tan solo siete del siete.
Bueno, me sonreí ya que este año el 7 de diciembre cumplí los 77 años. USA Golden Birthday y Saba Saba Saba swahili. Los recuerdos, se sabe, son como las cerezas, uno trae al otro, o como las ovejas que se cuentan en las noches de insomnio y llegan a ser un rebaño. Así, desde el hondo de la memoria, surgió uno de mis recuerdos misioneros más hermosos y quizás el más significativo de mi vida sacerdotal. Lo comparto en la predicación y en encuentros personales, pero no recuerdo haberlo nunca hecho con ustedes en mis cartas navideñas. Quizás porque en ese momento no había todavía Internet ya que se remonta a los tiempos de mi primera misión en Burundi, justo después de la guerra civil de 1972, cuando las comunicaciones eran bastante precarias.
Estaba en Gitumba, literalmente la gran colina, una pequeña comunidad de la misión de Cibitoke, arriba en las montañas de la cordillera Congo-Nilo todavía recubierta por la selva. Para llegar allá tenía que recorrer 25 km de carretera polvorienta y luego caminar unas tres horas por senderos que cruzaban unas hierba cortante, penetraban en los cultivos de banano, se metían en estrechos valles, trepaban a lo largo de crestas rocosas, por fin desembocar en un pequeño claro donde se encontraba el centro de la comunidad: una torcida cabaña para los invitados y la capilla en paja y barro a punto de derrumbarse.
Era la Cuaresma de 1973 y, según las tradiciones dejadas por los Padres Blancos, era el tiempo fuerte de los mapfungo, los retiros en preparación a la Pascua. Se comenzaba temprano con las oraciones de la mañana, seguía una hora de catequesis, se entraba en la celebración comunitaria de la penitencia con las confesiones individuales que acompañaban el Vía Crucis, el rosario, la preparación de los cantos y se terminaba con la Eucaristía. Luego había los amajambo, término kirundi para indicar la discusión de unos casos difíciles de la comunidad. Alrededor de las cuatro, cinco de la tarde, una comida frugal con polenta de yuca y frijoles ponía fin a la abstinencia y ayuno diario: en Burundi en ese tiempo la gente comía solo una vez al día. Me costó tomar este hábito, pero se sabes, cuando uno es joven llega a muchas cosas que parecen imposibles. Seguía la visita a los enfermos.
Era mi cuarto días en Gitumba. Esa mañana me había levantado con el pie izquierdo, de mala gana: la lluvia lenta y densa de la noche continuaba; me sentía cansado, de mal humor; era además el día de las mujeres y, por lo tanto, la polenta y los frijoles eran del día anterior y en esa humedad habían bajado en mi estómago como piedras. Estaba sin ánimo alguno. Todavía no había tragado el último bocado que el catequista anunció: "Hora de salir". Hago unas débiles protestas: "Sigue lloviendo". "Y seguirá, es la temporada", me contesta. "Se está haciendo tarde". "No importa, quien nos espera no puede moverse". "Podríamos ir mañana". "Mañana habrá otros enfermos que visitar". Me queda solo encarar mi destino.
Subo penosamente por las empinadas laderas, durante los descensos sobre senderos que parecen enjabonados maldigo la elección incorrecta de los zapatos, busco otros inútiles pretextos para regresar y termino bajando la cabeza y caminando más por orgullo que por convicción. No por nada me habían dado el sobrenombre de amagurugu, es que es todas piernas.
Después de casi dos horas, cuando ya cae la noche, llegamos en un pequeño valle. En los parpadeantes reflejos del río Ruha veo una cabaña y, con alivio, escucho decir: "Hemos llegado".
Cuando entro, sin embargo, me siento abrumado por la angustia: es una choza, el techo de paja todavía está a medio terminar, el suelo empapado de lluvia es un atolladero, las paredes de barro parecen derretirse bajo la lluvia. En el suelo, sobre una áspera estera en hojas de plátano, una joven de unos veinte años. En la esquina, las tres piedras del hogar, dos ollas y, de pie, dos ancianos demacrados que imagino sean los padres. He visto tanta pobreza en mi vida, nunca una miseria como esa. Me acerco y con voz quebrada le pregunto: "¿Cómo estás?"
Lucía, aunque no se llamara así para mí será siempre la que trae luz, me cuenta su odisea. Tres meses antes, con la muerte del hermano, habían perdido su único pedazo de tierra. Venía con sus padres del otro lado del país buscando en esa selva un terrenito para cultivar. Habían caminado un mes cargando en sus cabezas lo poco que poseían. Como llegaron, había comenzado a construir esa chocita y a limpiar un espacio para sembrar. Una repentina enfermedad la había clavado en esa estera desde ya casi dos meses.
Estoy convencido de que la emoción es mala consejera al momento de tomar decisiones. Pero en ese momento fue más fuerte y me oí preguntar: ¿Qué quieres que haga por ti? Te busco comida, una manta, medicinas, algo de dinero... Lucía me mira y con voz tranquila contesta: "Te esperaba por dos regalos: la confesión y la comunión". No me he todavía recuperado de la sorpresa que los catequistas, los padres y las otras tres o cuatro personas que se han juntado en el último momento ya han salido. No recuerdo lo que confesó ni si lo necesitaba. Cuanto aconteció luego al comenzar el breve rito de comunión para los enfermos es lo que permanece como tallado en piedra en mi memoria.
Me pongo de rodillas en el barro cerca de la estera y empiezo: Dawe wa twese, Padre Nuestro... De repente son tinieblas las que entran en lo hondo de mi mente y de mi corazón. Veo con zozobra llegar las palabras que siguen y una voz dentro de mí grita rebelión: "¡No, no es posible! ¡Tanto sufrimiento y miseria, para una niña, no puede ser la voluntad del Dios que llamamos Padre!” La voz se me atraganta. Las siete u ocho personas presentes que me acompañaban rezando se quedan también en un brusco silencio. Bajo la mirada hacia Lucia... En sus ojos hay una paz inmensa, una ligera sonrisa acaricia sus labios. Con voz débil pero segura, ella continúa sola: Ushaka kwawe ni bigirwe kw'isi nko mw'ijuru, Que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo... Con mis ojos velados por las lágrimas, le devuelvo la sonrisa. El silencio y la tristeza se disuelven y esa miserable choza parece iluminarse como la gruta de Belén. Juntos con serenidad continuamos todos: Danos hoy nuestro pan de cada día... Para Lucía, hoy es el pan de la Eucaristía.
Cuando salimos, ya es de noche, pero la lluvia ha cesado, el viento está barriendo las últimas pocas nubes y una luna nueva brilla en el cielo, la última antes de la Pascua. En el camino de regreso escucho con profundo gozo interior la alegría que anima a quienes me acompañan: percibo que comparten conmigo la certeza de haber participado en un evento extraordinario.
Unos días después, ya en la parroquia, preparo un paquete: una manta tibia, unas medicinas, algo de dinero y de comida y dos palabras. "Busca mejorar, luego veremos cómo llevarte al hospital". Envío el paquete con un joven y voy a la iglesia parroquial: otro día de retiro para la Pascua. Cuando salgo, como de costumbre hacia las cuatro de la tarde vea al joven allí esperándome. N'ibiki, ¿Eh bien? Me tiende el paquete que acompaña de un susurro: "Esa joven murió la misma noche después de tu visita".
Puse un comentario en mi diario. ¿Por qué quise ser misionero? Talvez al comienzo ni siquiera lo sabía. La vida, personas como Lucía, experiencias como las de Gitumba, me han dicho quién y qué me hizo sacerdote y misionero.
Que para todos nosotros, la Navidad de 2019, el año 2020 sea una experiencia de vida que nos regale o nos devuelva la alegría de la esperanza.
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