Cuenta el libro de fábulas que un día una ardilla se encontró con una plaga que podríamos llamar coronavirus, y le pregunta: "¿A dónde vas?" "A matar a 500 personas", responde la plaga. Después de un tiempo se encuentran de nuevo y la ardilla regaña a la plaga: "¡Mentirosa como siempre! ¡Mataste a 5000, no a 500!" "Seré mala, pero no mentirosa. ¡Maté a 500 de ellos, fue el miedo lo que mató a los otros 4.500!", responde la plaga.
San Pablo también lo dice, “Cristo no nos libró de la muerte, sino del miedo a la muerte”. Y por esta razón, hoy más que nunca, es esencial celebrar la esperanza, la confianza y la certeza del bien que apunta en el horizonte. Sin embargo, incluso a simple vista, está claro que el angustiado deseo de un abrazo no puede tener valor si no es ofrecido con un corazón abierto a la reconciliación: un abrazo de paz que celebre la reconciliación con un pasado equivocado, un presente difícil, un futuro incierto. Un abrazo que traiga paz a los corazones divididos por el odio y la venganza, por lo mal hecho y lo mal recibido, por gestos inapropiados y decisiones equivocadas, por sentimientos ambiguos y reacciones incontroladas.
En el clima pascual que con sus ráfagas de primavera, abre brechas y sacude el entumecimiento y la tristeza de la pandemia, se abre paso en mí un recuerdo que sabe a pan diario, compartido sin saberlo, pero luego disfrutado con gozo y alegría. Una señal de esperanza y desafío porque el abrazo tan deseado no sea pura emoción sino que esté lleno de reconciliación.
Todo comienza una tarde, de un lejano pasado, en una iglesia cuyo nombre no necesita ser recordado. Me llaman para confesar a algunos niños que, según me dice la catequista con ojos brillantes de satisfacción, "He preparado muy bien". Al traerme la última niña que cojea, la catequista me susurra: "Tiene problemas de retraso mental, habla mal, es casi sorda, no haga preguntas". La niña, sin embargo, lo hace muy bien. Instintivamente, pregunto a la catequista que, se acerca para re-acompañar a la niña a su lugar:
Tendrá unos 18 años esta chica que acabo de ver por primera vez. Como reparación, ya que al parecer he metido la pata, le digo amablemente:
De mala gana se arrodilla, le pongo las manos en la cabeza, invoco al Espíritu Santo y empiezo: "Padre nuestro...". Me sigue en voz baja. Llegando a las palabras, "Perdona nuestras ofensas" empieza a agitarse, y cuando digo "Como nosotros perdonamos", silba un "¡Nunca!", se pone de pie, de un brinco aparta la cabeza de mis manos y se va con mucha furia.
La iglesia, un gran espacio de asamblea litúrgica, parece envolverme en un abrazo; es un ambiente fresco a pesar del clima tórrido de la época. En este final de la tarde, ofrece una penumbra que invita a la reflexión y me encuentro sumergido en pensamientos extraños. Cuanto acaba de suceder trae a mi memoria un caso demoniaco que he conocido. Sin embargo, no parece serlo.
Ya es de noche. Estoy apagando las luces cuando suena el timbre. A la luz de la luna, reconozco la cara de la catequista, y le digo:
De poca gana le abro. Y de pronto, de una voz trastornada se deshace una breve historia.
"Éramos una familia pobre pero feliz; luego, cuando tenía cinco años, papá, a quien le tenía un montón de cariño, se fue de la casa con otra mujer. Nos abandonó, a mí, a mi hermana y a mi madre en la pobreza absoluta. Mi infancia no fue más que sufrimiento y humillación. Pero en mi interior, sobre todo me quemaba la decepción de que su cariño me había sido robado. Nunca lo perdonaré. Si Dios quiere perdonarlo, que lo haga, pero yo nunca diré esas palabras". Y se fue.
Pasaron cinco años. De vez en cuando, me preguntaba si ella se había olvidado de haberme confiado ese triste secreto que se deslizaba delante de mis recuerdos cada vez que la encontraba.
Luego, una mañana, cuando comienza a amanecer, me despiertan los furiosos ladridos del perro guardián. Desde la ventana veo una sombra aterrorizada encaramada en el capó del carro estacionado frente a la puerta. Bajo rápidamente, agarro la mano que la sombra me ofrece justo en tiempo para salvarla del último intento del perro de clavarle sus dientes en una pierna.
La reconozco, es la misma catequista de hace cinco años.
Está en euforia y continúa sin darme tiempo de reaccionar.
San Agustín, me parece, dice que el Padre Nuestro es la medida de la verdadera oración cristiana. Siempre pensé que es algo más: ese día entendí que el Padre Nuestro es también un camino de vuelta a la paz, al reencuentro de un abrazo muy deseado, a una comunión esperada después de un largo ayuno.
Esperar a que termine el coronavirus es celebrar la esperanza de una nueva Pascua de resurrección.
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