La devastación medioambiental, el calentamiento global y las guerras muestran cada vez con más claridad cómo el agente destructor de la vida en el planeta somos nosotros, empezando por quienes alimentan la competencia económica. La solución, dicen algunos, es la tecnología. ¿Qué hacer? El primer paso es tomar conciencia del abismo en el que hemos caído. Para tener la fuerza de reaccionar, también hay que sentir el sufrimiento del mundo dentro de uno mismo. "Para activarnos, debemos implicar la dimensión espiritual del ser", escribe Paolo Cacciari en su libro 'El rey Midas' (La Vela, 2022), del que publicamos algunos extractos. Una reflexión seria que, lástima, se desvía hacia estereotipos que acusan a un único blanco. Es interesante leer el artículo completo y los comentarios al pie del mismo.
El salto de especies de virus y bacterias (spillover), las zoonosis combinadas con enfermedades causadas por contaminaciones, mala alimentación y prácticas médicas incorrectas (iatrogénesis) provocan una "sindemia", una interrelación sinérgica entre varias enfermedades y malas condiciones de vida. Según el epidemiólogo evolucionista Rob Wallace (The Origins of Industrial Agricoltural Pathogens), la destrucción de hábitats por la agroindustria crea las condiciones para el desarrollo de nuevos patógenos y su paso del mundo animal al humano a la velocidad de la circulación de mercancías por las redes del comercio global, siguiendo las vías de la urbanización, transformando las megaciudades en epicentros de contagio, impactando en los sistemas de salud pública destruidos por décadas de políticas neoliberales.
Somos una especie invasora, por lo que somos y, sobre todo, por lo que comemos. "Los humanos representamos el 36% del peso de todos los mamíferos, mientras que los animales de granja suponen el 60%. Prácticamente un tercio de los mamíferos (nosotros) vive de comerse a los otros dos tercios. La fauna salvaje, del tigre asiático al oso de los Cárpatos, del cachalote al canguro, sólo representa el 4% de la biomasa" (Telmo Pievani: Il peso delle cose, La Lettura, n. 483, 2021).
En otras palabras, la biomasa animal ha alcanzado cantidades y concentraciones alarmantes. Criamos para alimentarnos: 22.700 millones de pollos, 1.470 millones de vacas, 1.170 millones de ovejas, 1.000 millones de cabras, 981 millones de cerdos, 1,2 millones de patos. Esto es sólo uno de los factores que contribuyen al calentamiento global, la pérdida de biodiversidad y la deforestación. Luego están las centrales termoeléctricas, los motores de combustión interna, los plásticos y productos sintéticos tóxicos derivados del petróleo, los edificios sin aislar y una enormidad de objetos cotidianos que cubren la superficie de la tierra y las profundidades de los océanos como una costra venenosa.
Otra confirmación de la sobreexplotación de los recursos naturales surge del crecimiento sin precedentes de los flujos de materiales utilizados por el sistema económico, como documenta Nature - Volumen 588, 2020. Se estima que para el año 2020 la "masa antropogénica" consistente en las existencias de materiales sólidos incorporados y acumulados en objetos producidos por el ser humano (edificios, carreteras, maquinaria, bienes de consumo, etc.) haya superado en "peso seco" (excluyendo el agua) el volumen de la biomasa total, animal y vegetal mundial viva.
Una vez silenciados los últimos negacionistas del cambio climático, han aparecido los "non-activistas", como los apostilla Michael Mann, climatólogo estadounidense dedicado a contrarrestar la pista falsa en la guerra contra el calentamiento del clima. Yo los llamaría caca-dudas, los que buscan cualquier excusa que se les ocurra para aplazar la acción necesaria para salir de la era de los combustibles fósiles. Decenas de guardafrenos incrustados en las delegaciones consiguen vaciar los acuerdos finales de las COP de cualquier compromiso vinculante para los Estados. En esta categoría se encuentran los políticos realistas y pragmáticos que temen las repercusiones económicas y las revueltas sociales en caso de que la transición ecológica avance demasiado rápido y las fábricas más consumidoras en energía cierren sus puertas, trayendo desempleo y miseria. La revuelta de los chalecos amarillos en Francia -provocada por el aumento de los impuestos especiales sobre los carburantes- ha sido evocada en repetidas ocasiones como un espectro que se cierne sobre las buenas intenciones del ecologismo. Pero incluso aquí, la intención instrumental de poner a las clases populares en contra de las políticas medioambientales es demasiado descarada.
Es evidente que los impuestos sobre el carbono y otras medidas necesarias para lograr una reconversión energética hacia fuentes renovables alternativas deberían merecer la pena no sólo para la conservación de la naturaleza, sino también para el bolsillo de los ciudadanos. Si no es así, se debe únicamente a las políticas gubernamentales que siguen incentivando los combustibles fósiles y penalizando las energías renovables.
Además, es necesario imaginar, como han hecho los demócratas en Estados Unidos con la ley Protecting the Right to Organize, una garantía para los trabajadores que corren el riesgo de perder su empleo debido a la descarbonización de la industria.
Por último, hay otra categoría de enemigos de la transición ecológica, los defensores del salto de la codorniz, tecnológico, por cierto. Según ellos, la solución a todos los problemas medioambientales dependería de una innovación tecnológica tal que todas nuestras necesidades y deseos, presentes y futuros, se satisfarían con menos energía, menos materias primas, menos contaminación, menos consumo de tierra y menos tiempo dedicado al trabajo necesario. Una nueva revolución industrial (la cuarta o quinta) posible gracias a la combinación de la automatización, la inteligencia artificial, la robótica, las telecomunicaciones, la bioinformática, la nanotecnología, la geoingeniería, la reconfiguración de la materia a nivel atómico, la modificación genética. Y así a pasos agigantados hacia un mundo distópico. Todo ello sin cuestionar las relaciones económicas y sociales dominantes, los comportamientos y los modos de vida cotidianos.
De un modo u otro, la "transición ecológica" se ha convertido en el principal campo de acción de las políticas económicas en todo el mundo. El "capitalismo reseteado" (Reset Capitalism en su texto original) es la bandera que enarbolan los innovadores que operan en los ámbitos de las grandes empresas y las altas finanzas. Nos gustaría confiar en ello, pero me pregunto si un sistema económico capitalista de mercado ecológicamente sostenible será creíble algún día. A muchos -yo entre ellos- les parece que existe una contradicción tan evidente como irremediable entre la lógica que impulsa el sistema económico dominado por el crecimiento ilimitado y la preservación de los ciclos biogeoquímicos que rigen la vida en la Tierra. El imperativo del crecimiento perpetuo del valor de cambio de los bienes puestos en el mercado no puede sino arrastrar consigo la mercantilización de los recursos naturales, la extracción continua de materias primas, el aumento de los residuos contaminantes y la artificialización progresiva de la superficie terrestre.
La lógica depredadora, individualista y egoísta inducida por el sistema económico capitalista también ha penetrado en nuestra forma de pensar, ha realizado nuestro comportamiento y ha oscurecido nuestra propia inteligencia. El remordimiento por la pérdida de las condiciones de relativa seguridad es "tan agudo, que vuelve a uno estúpido, embotado, frente a la amenaza real" y conduce a la "eliminación de la causa del propio dolor". Una especie de esclavitud más o menos voluntaria nos condiciona y nos ata a los automatismos de los mecanismos reproductores del sistema, que actúan tanto psicológicamente (piénsese en la publicidad y en la industria cultural en general) como, muy trivialmente, arrastrándonos a la espiral de la euforia del consumo con deudas. A principios de 2021, el PIB mundial era de 84 billones de dólares, mientras que la deuda agregada (privada, de estados, empresas, etcétera) era de 281 billones de dólares (355% del PIB mundial) lo que generaba 100 billones de dólares de intereses. Un flujo de dinero que alimentaba y alimenta las rentas financieras de quienes poseen títulos de deuda, emitidos en sus diversas formas (soberanos, bonos, etc.). Así es como el excedente se canaliza por una vía determinada, se acumula y se concentra en los bolsillos del 0,8% más rico de la población mundial que controla el 25% del PIB mundial. La economía está atrapada por la deuda (privatizada) y todos nos vemos obligados a trabajar para pagarla, con intereses.
¿Cómo detener esta espiral destructiva?
El primer paso es, sin duda, sensibilizar a la opinión pública sobre el abismo en el que nos estamos precipitando. Pero el sufrimiento y el dolor no pueden desmoralizarnos y paralizarnos. Las jóvenes generaciones nos están enseñando mucho. Las mujeres aún más. Los oprimidos, los dominados, los excluidos deben encontrar su propio camino de resistencia y liberación. El origen de toda destrucción, en el fondo, está en la idea demencial de la dominación del hombre (entendido como individuo varón, blanco, adulto, sano y rico) sobre todo lo que puede subyugar. Patriarcado, colonialismo, imperialismo, extractivismo, clasismo, especismo son las diversas formas conocidas de esta dominación.
Pero no basta con saberlo. Para tener la fuerza de reaccionar, también hay que sentir el sufrimiento del mundo dentro de uno mismo, entrar en una relación de solidaridad con los demás y con la naturaleza. La vida es una red de conexiones entre especies. Para activarnos, debemos implicar también la dimensión espiritual del ser. No estoy proponiendo ningún "panfleto nueva-era", ningún romanticismo estetizante, ninguna evasión hacia lo trascendental, sino por el contrario el inicio de un proceso de liberación de los condicionamientos heterónomos, de la sumisión a lógicas tecnocráticas falsamente neutras, de la delegación en los poderes constituidos. Un real conflicto, en definitiva, con los poderes constituidos y una lucha con nosotros mismos para descolonizar nuestras mentes del imaginario productivista y consumista. Se trata de la construcción de una sociedad post crecimiento como proyecto de autogobierno comunitario.
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