Es hora de renunciar a la solución Dos-Estados. La vuelta al poder del primer ministro Benjamín Netanyahu en Israel con una estrecha coalición de extrema derecha ha hecho añicos incluso la ilusión de una solución Dos-Estados. Los miembros de su nuevo gobierno no han tenido reparos en exponer sus puntos de vista sobre lo que es Israel y lo que debería ser en todos los territorios que controla: un Gran Israel definido no sólo como Estado judío, sino un Estado en el que la ley consagre la supremacía judía sobre todos los palestinos que allí permanezcan. En consecuencia, ya no es posible evitar enfrentarse a la realidad de un solo Estado. Extractos de Israel’s One-State Reality
El nuevo gobierno radical de Israel no creó esta realidad, sino que hizo imposible de negarla. El estatus temporal de "ocupación" de los territorios palestinos es ahora una condición permanente en la que un Estado gobernado por un grupo de personas gobierna sobre otro grupo de personas. La promesa de una solución de two-state solution, Dos-Estados, tenía sentido como futuro alternativo en los años que rodearon a los acuerdos de Oslo de 1993, cuando existían grupos partidarios de este compromiso tanto en el lado israelí como en el palestino y cuando se lograron avances tangibles, aunque fugaces, hacia la construcción de las instituciones de un hipotético Estado palestino. Pero ese periodo terminó hace mucho tiempo. Hoy en día, no tiene mucho sentido dejar que visiones fantásticas del futuro oculten planos existentes ya profundamente arraigados.
Ya es hora de abordar lo que significa la realidad de un Estado único para la política y el análisis. Palestina no es un Estado en espera, e Israel no es un Estado democrático que ocupa incidentalmente un territorio ajeno. Todo el territorio al oeste del río Jordán constituye desde hace tiempo el único Estado bajo dominio israelí, en el que la tierra y la población están sujetas a regímenes jurídicos radicalmente diferentes, y los palestinos son tratados permanentemente como una casta inferior. Los responsables políticos y los analistas que ignoren esta realidad de un solo Estado estarán condenados al fracaso y a la irrelevancia, sin hacer mucho más que proporcionar una cortina de humo para el afianzamiento del statu quo.
Algunas implicaciones de esta realidad de un solo Estado ya son claras. El mundo no dejará de preocuparse por los derechos de los palestinos, por mucho que muchos partidarios de Israel (y gobernantes árabes) lo deseen fervientemente lo contrario. Al mismo tiempo, la violencia, el despojo y las violaciones de los derechos humanos se han intensificado en el último año, y el riesgo de una confrontación violenta a gran escala aumenta cada día ya que los palestinos están atrapados en este sistema cada vez más amplio de opresión legalizada y de invasión israelí. Mucho menos claro está cómo se adaptarán los actores implicados -si es que lo harán- a medida que la realidad de un Estado único pase de ser un secreto a voces a una verdad innegable.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, parece totalmente comprometido con el statu quo, y no hay indicios de que su administración haya reflexionado sobre la cuestión o haya hecho mucho más allá en la gestión de la crisis que de expresar su descontento. Un fuerte sentimiento de ilusión impregna Washington, con muchos funcionarios estadounidenses que siguen intentando convencerse de que existe la posibilidad de volver a una negociación de dos Estados después de que el aberrante gobierno de Netanyahu abandone el poder.
Pero ignorar la nueva realidad no será una opción durante mucho más tiempo. Se está formando una tormenta en Israel y Palestina, la misma que exige una respuesta urgente por parte del país que más ha permitido la aparición de este Estado único que defiende la supremacía judía. Si Estados Unidos quiere evitar una profunda inestabilidad en Oriente Medio y el desafío a su agenda global más amplia, debe dejar de eximir a Israel de las normas y estructuras del orden internacional liberal que Washington pretende liderar.
De lo indecible a lo innegable
Un acuerdo de un one-state (un-solo-Estado) no es una posibilidad futura; ya existe, se piense lo que se piense. Entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, un Estado controla la entrada y salida de personas y mercancías, supervisa la seguridad y tiene capacidad para imponer sus decisiones, leyes y políticas a millones de personas sin que estas den su consentimiento.
En principio, la realidad de un Estado único podría basarse en un régimen democrático y en la igualdad de los ciudadanos. Por el momento, no existe tal posibilidad. Obligado a elegir entre la identidad judía de Israel y la democracia liberal, Israel ha elegido la primera. Se ha encerrado en un sistema de supremacía judía, en el que los no judíos están estructuralmente discriminados o excluidos en un esquema escalonado: algunos no judíos tienen la mayoría de los derechos que tienen los judíos, pero no todos, mientras que la mayoría de los no judíos viven bajo una severa segregación, separación y dominación.
Un proceso de paz en los últimos años del siglo XX ofreció la tentadora posibilidad de algo diferente. Pero desde la cumbre de Camp David de 2000, en la que las negociaciones dirigidas por Estados Unidos no lograron alcanzar un acuerdo sobre los dos Estados, la expresión "proceso de paz" ha servido solo para distraer la atención de las realidades sobre el terreno y ofrecer una excusa para no reconocerlas.
La segunda Intifada, que estalló poco después de la decepción de Camp David, y las posteriores intrusiones de Israel en Cisjordania transformaron a la Autoridad Palestina en poco más que un subcontratista de seguridad de Israel. También aceleraron la deriva hacia la derecha de la política israelí, los cambios demográficos provocados por el traslado de ciudadanos israelíes a Cisjordania y la fragmentación geográfica de la sociedad palestina.
El efecto acumulativo de estos cambios se hizo evidente durante la crisis de 2021 cuando la apropiación de viviendas palestinas en Jerusalén Este. Se enfrentaron, entonces, no sólo colonos israelíes y palestinos, sino también ciudadanos judíos y palestinos de Israel en un conflicto que dividió ciudades y barrios.
El nuevo gobierno de Netanyahu, formado por una coalición de extremistas religiosos y nacionalistas de derechas, personifica estas tendencias. Sus miembros se jactan de su misión de crear un nuevo Israel a su imagen y semejanza: menos liberal, más religioso y más dispuesto a asumir la discriminación contra los no judíos. Netanyahu ha escrito que "Israel no es un Estado de todos sus ciudadanos", sino "del pueblo judío, y sólo de él". El hombre al que nombró ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, ha declarado que Gaza debe ser "nuestra" y que "los palestinos pueden irse a… Arabia Saudí u otros lugares, como Irak o Irán". Esta visión extremista ha sido compartida durante mucho tiempo por al menos una minoría de israelíes y está fuertemente arraigada en el pensamiento y la práctica sionistas. Empezó a ganar adeptos poco después de que Israel ocupara los territorios palestinos en la guerra de 1967. Y aunque todavía no es una visión hegemónica, puede reivindicar de forma plausible una mayoría de la sociedad israelí y ya no puede calificarse de posición marginal.
La realidad de un Estado único es evidente desde hace mucho tiempo para quienes viven en Israel y en los territorios que controla y para cualquiera que haya prestado atención a los inexorables cambios sobre el terreno. En los últimos años, algo se está cambiando. Hasta hace poco, la realidad de un solo Estado rara vez era reconocida por los actores implicados, y quienes decían la verdad en voz alta eran ignorados o castigados por hacerlo. Sin embargo, con notable rapidez, lo indecible se ha convertido en sabiduría convencional.
Foto. © Guillem Casasus
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