El gigante asiático ha tratado de erigirse en los últimos años como el gran pacificador internacional. Sin embargo, al mismo tiempo, ha aumentado la beligerancia contra territorios que considera suyos. ¿Cómo ha logrado mantener ese «equilibrio» y cómo se perfila para el futuro?
Desde el triunfo de la revolución comunista, una de las grandes ambiciones de China ha sido convertirse en una gran potencia mundial. Y también recuperar los territorios que considera suyos. Incluso se ha puesto una fecha para materializar sus deseos: 2049, cuando se celebra el centenario de la fundación de la República Popular China.
Por eso, en los últimos años, ha ido vertebrando su política exterior en torno a los principios de coexistencia pacífica. En la práctica, sin embargo, este concepto se ha ido volviendo más elástico a medida que el país ha ido ganando peso en el teatro geopolítico. De ahí que haya apostado por erigirse como el gran pacificador del nuevo orden mundial.
En marzo de 2023, cuando se cumplía un año de la invasión rusa de Ucrania, Beijing lanzó un plan para lograr la paz que fue bien acogido por ambas partes. Un mes después, sorprendió al mundo al anunciar que había conseguido que Arabia Saudí e Irán restablecieran relaciones diplomáticas tras siete años de enfrentamiento. Luego se ofreció a mediar entre Israel y Palestina, cuando Hamás aún no había atacado el Estado hebreo ni las fuerzas israelíes habían irrumpido posteriormente en Gaza. Y después desvió la vista hacia África Oriental, siendo uno de los primeros países en pedir un alto el fuego en Sudán.
Pero los esfuerzos de China por mostrarse como un mediador de conflictos internacionales están lejos de ser nuevos. Para Inés Arco, investigadora del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB) especializada en Asia Oriental, éstos arrancaron en 2008. «Mientras Estados Unidos y Europa hacían frente a la crisis financiera, China, ese año anfitrión de los Juegos Olímpicos, supo capear muy bien la situación y ganó confianza en los foros internacionales; comenzó a ver que podía jugar un papel más importante en el escenario global», sostiene.
Los «lobos guerreros»
Esa confianza se afianzó en 2013, cuando Xi Jinping tomó el control de un país que ya se había convertido en la segunda economía del mundo. Ese año, el mandatario lanzó la Nueva Ruta de la Seda, también llamada la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Un megaproyecto de infraestructuras e inversión orientado a conectar varios continentes que vino acompañado de un impulso sin precedentes por las propuestas de arbitraje internacional.
En 2017, el país llegó a ser intermediario en nueve conflictos, en comparación con sólo tres al inicio del mandato de Xi. Desde entonces, la diplomacia china ha tomado diversos rumbos. «Las constantes críticas del expresidente Donald Trump, la guerra comercial iniciada por este y la pandemia, marcaron un punto de inflexión y China tomó un enfoque diplomático más asertivo», explica Arco.
Funcionarios chinos en todo el mundo pronto comenzaron a hacer declaraciones y publicar mensajes sarcásticos y agresivos. Parecían dispuestos a todo para defender sus intereses nacionales, incluso a inflamar tensiones con cualquier país, enemigo o aliado. Algunos diplomáticos incluso cruzaron algunas líneas rojas, como el embajador chino en Francia, Lu Shaye, que a través del Twitter de la Embajada llamó «matón de poca monta», «hiena loca» y «troll ideológico» a un analista francés. El tono fue tal que la actitud fue bautizada la «diplomacia del lobo guerrero».
Ahora, ¿qué ha cambiado para que China haya vuelto a la moderación? La dura política de «cero covid» que mantuvo al país cerrado mermó a la próspera economía china. Al salir del confinamiento a finales de 2022, Xi se marcó como primer objetivo resucitar sus mercados. Y lo hizo tratando de recuperar el protagonismo internacional: paseándose de nuevo por las grandes cumbres y presentando a su nación como actor clave para la estabilidad global.
«Antes de mediar en un conflicto, Beijing hace un cálculo de variables», explica la investigadora del CIDOB. «Mira si tiene intereses económicos importantes o preocupaciones securitarias en alguno de los países, si la mediación refuerza su imagen como potencia pacífica y responsable, y si con ella consigue contraponerse a EE.UU.».
Xi sigue empeñado en hacer frente a lo que denomina la «hegemonía estadounidense». De ahí que, discurso tras discurso, el líder chino haya resaltado los fracasos de su rival en Irak y Afganistán. Manuel Valencia, exembajador de España en China, explica cómo en los últimos 40 años solo EE.UU. ha repartido los naipes en la partida de la política internacional. Pero China ha lanzado una alternativa en la que, a priori, no importan los derechos humanos o las ideologías sino el establecimiento de acuerdos comerciales beneficiosos para las partes.
«China siempre ha repetido que su modelo no es exportable al resto del mundo: tiene un anclaje muy sólido en su propia civilización confuciana que hace difícil ser imitado. Pero tiene dinero, intereses económicos, tecnología y estabilidad política sin bandazos electorales. Tampoco lee la cartilla moral al mundo, cosa que irrita de sobremanera a indios, chinos, árabes, africanos, que no provienen de la filosofía de la Ilustración, ni de la separación de poderes de Montesquieu. La diplomacia china es “flexible” respecto a gobiernos con los que solo comercia, no juzga», opina Valencia.
Perro de presa en casa
Arco coincide: «China sostiene que la falta de paz se debe a una falta de desarrollo y no a una falta de democracia». Por eso sus propuestas de paz no van dirigidas a Occidente y a sus aliados, sino «a los países del Sur Global, a los que considera potenciales socios». Por eso insiste en presentarse como un país sin muertos en su historial, que no ha invadido ningún territorio ni ha participado en guerras de poder, aunque anexionó el Tíbet y tiene disputas con varios de sus vecinos.
Esa doble cara es más evidente a medida que se acerca la lupa al mapa. Al mismo tiempo que trata de cortejar a una parte del mundo con una imagen pacifista y bienintencionada, China se muestra como un perro de presa a punto de atacar en su región. Basta fijarse en cómo ha ido aumentando la presión sobre Taiwán, un territorio autogobernado al que considera «una provincia rebelde» y cuyo control quiere recuperar. Ha dicho estar dispuesta a emplear la fuerza contra cualquiera que interfiera en el camino. De ahí el constante envío de cazas, buques de guerra y hasta globos espía al estrecho y el incremento de maniobras militares: una advertencia a EE.UU., comprometido con la defensa de la isla.
Xi ha ido aumentando el gasto militar, modernizando su arsenal y preparando a su Ejército. Una exhibición de músculo militar que se suma a la expansión de su arsenal nuclear, según apunta un informe del Programa de Armas de Destrucción Masiva del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo.
Que China abogue por la paz mundial, pero se prepare para un conflicto cercano podría parecer contradictorio. Está lejos de serlo. Por un lado, sabe que para ser el referente económico que desea tiene que relacionarse con el mundo de manera amable. Pero, por otro, es consciente de que para erigirse como la gran superpotencia del siglo XXI tiene que ser capaz de defender lo que considera suyo. Por el momento, el doble juego de guerra y paz parece mantenerse en un tablero cada vez más cambiante.
Ver, China, entre la guerra y la paz
Ilustración © Óscar Gutiérrez
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