En los años 80, Tatcher y Reagan pisaron el acelerador de las políticas neoliberales: desregulación, privatización y tijeretazos al Estado para que fuera lo más pequeño posible. Una de sus principales consecuencias ha sido la avería del ascensor social. Para Jordi Sevilla (Valencia, 1956), economista y exministro de Administraciones Públicas en el Gobierno de Rodríguez Zapatero, ese es precisamente uno de los motivos de hartazgo y decepción de la ciudadanía. Entrevista con motivo de su último libro, ‘Manifiesto por una democracia radical’ (Deusto), editada evitando lo comprensible únicamente en España.
El libro es una crítica feroz al pensamiento económico neoliberal, a esas políticas que dieron lugar a empresas más grandes que los Estados, situaron a los mercados financieros por encima de las democracias y que, en su punto más álgido, desencadenaron la crisis de 2008.
He querido cargar un poco las tintas respecto al social-liberalismo donde me suelo encontrar cómodo. Nunca he estado con la revolución tatcherista ni con Reagan, pero soy consciente de que una buena parte de los errores del siglo XXI parten de ahí: de una concepción que ha generado mucha decepción y mucho cabreo. Un conjunto de políticas (el Estado es el problema o pagar impuestos es un robo) que han roto el ascensor social. Me terminó de decidir ver a muchos liberales de verdad, como Francis Fukuyama, que están criticando ese neoliberalismo salvaje que tanto daño ha hecho a la sociedad y al propio liberalismo. Es que seguimos atacando los problemas del siglo XXI con esquemas mentales y políticos del siglo XX. En España, se sigue discutiendo el impuesto de patrimonio: es evidente que si quieres defender la igualdad de oportunidades necesitas un impuesto de patrimonio, podrás discutir el tipo y la base, pero conceptualmente no hay alternativas. Seguimos con esa concepción del ser humano y de la sociedad de competencia y rivalidad permanente, basado en el hombre es un lobo para el hombre, de Hobbes. Los seres humanos y las sociedades hemos llegado donde hemos llegado gracias a la cooperación y al altruismo, no al enfrentamiento y al egoísmo. Eso me desespera. No son las empresas. No me importa que sean más grandes que los Estados; me importa cómo actúan: si lo hacen en base a los ODS (Objetivos de desarrollo sostenible), con responsabilidad social, con propósitos. Los consumidores ahora queremos otras cosas.
La avería del ascensor social sería uno de los motivos de la decepción y el cabreo de la gente. ¿Debemos arreglar dicho ascensor o cambiar de sistema?
Yo no he encontrado todavía un sistema alternativo mejor. Sigo convencido de que el modelo de convivencia que pusimos en marcha en Europa después de la Segunda Guerra Mundial -el Estado del bienestar-, nos ha dado de los mejores años de convivencia social. Tenía también muchos problemas (políticas identitarias, racismo, la cuestión de la mujer), pero en términos sociales y económicos funcionó bastante bien. Efectivamente, hace tiempo que ese ascensor se ha roto; los discursos meritocráticos y de la cultura del esfuerzo olvidan que esforzarte, hoy, no garantiza nada y que, cada vez más, estamos montando una sociedad estamental en la cual la posición social de una persona depende básicamente de la familia en la que nazca, del entorno. Esto me cabrea, [como el hecho de que] mis compañeros socialdemócratas no tengan esto como una de las prioridades fundamentales de la acción del Gobierno. La democracia funciona en sociedades cohesionadas, en sociedades que se sienten partícipes: fraternidad, libertad e igualdad; tenemos que sentirnos parte de una comunidad y sentirnos orgullosos.
La política basada en ideas, citas en tu libro, excluye por definición lo que nos une como ciudadanos. Pero vivimos un momento de apogeo de las políticas identitarias…
Tiene mucho que ver con el carro alado de Platón [el alma humana es como un carro tirado por dos caballos, impulsos positivos y pasiones negativas, y guiado por un auriga, la razón]. Siempre me he sentido identificado con la Ilustración, el pensamiento racionalista, Kant; pero es evidente que eso no explica una buena parte de los comportamientos del ser humano. Se necesita una comprensión de la naturaleza humana un poco más compleja que la del racionalismo puro y duro, el reconocimiento de la existencia de las emociones, los sentimientos, la pasión. Recientemente, Jonathan Haidt, un psicólogo social, recupera la idea de Platón, pero la ve un elefante –las pasiones y las emociones– y un jinete que intenta controlarlo. Su tesis no es que el elefante siga al jinete, sino que este sigue al elefante y, por tanto, no somos seres racionales, sino seres razonadores: encontramos a posteriori el argumento que explica lo que hemos hecho. Yo me niego a ser un razonador, quiero ser racional y tengo esperanzas de, alguna vez, actuar en base a la razón. Eso lo encontré en el estoicismo. Yo, que fui marxista de joven, una de las cosas que más me costó admitir es que la historia de la humanidad no es la historia de la lucha de clases, como dijo Marx, sino la lucha entre el carro alado de Platón y el elefante de Haidt.
El estoicismo sitúa a la virtud del lado de la razón: sólo seremos capaces de virtud y buenas acciones si conseguimos que nuestra parte racional se imponga a la emocional. La democracia es el dominio de la razón. ¿Somos poco estoicos? ¿Vivimos en sociedades poco virtuosas?
Hay periodos históricos en los que nos dejamos llevar mucho por los sentimientos y las emociones. No tengo nada en contra. Hay sentimientos muy positivos, como el altruismo o la solidaridad, pero también lo son la envidia o el odio. Hay que ser consciente de uno mismo. Esto es el estoicismo, que conecta con Freud y con esta idea de conocerse a uno mismo; es decir, ser consciente de lo bueno y de lo malo que llevamos dentro e intentar que lo bueno predomine sobre lo malo. Nuestra sociedad no facilita esto, todo lo contrario. Por eso defiendo la democracia, porque creo que ha llevado ese razonamiento del individuo a la sociedad: que nuestras relaciones sociales estén gobernadas no por la fuerza, el poder o la riqueza, sino por normas y reglas que nos dotamos después de discutirlas racionalmente.
En un momento de auge de las identidades, planteas, es necesario desarrollar, cuidar y fortalecer una supra identidad. Me interesa este concepto y cómo podemos desarrollarlo.
La política identitaria –que no es un problema de ahora, pero que ha ido cogiendo fuerza– es atrincherarse en tu creencia para ir contra el otro. A mí eso me parece que es emocional y tremendamente negativo. La idea de la supra identidad conecta con una preocupación: la fraternidad, que se ha interpretado como solidaridad y no es lo mismo. Fraternidad es el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Yo quiero tener una identidad que me permita sentirme unido a los demás. En el fondo, es el planteamiento de patriotismo constitucional de Habermas: quiero sentirme patriota de un país que tiene actitudes, comportamientos, regímenes de vida, normas de las que me puedo sentir orgulloso.
Y, ¿cómo podemos ir hacia ese patriotismo constitucional?
En este momento, complicado; lo hemos conseguido en otros momentos. Creo que hay utopías por las que merece la pena pelear y, además, creo que a veces marcar utopías distintas ayuda a relativizar lo que tienes ahora. Parte de la sociedad del espectáculo actual y de las redes sociales es que te tienen atrapado y, por tanto, no eres capaz de marcar distancias y de ver con perspectiva. Confrontarse con una utopía, ayuda a recuperar esa parte de la Ilustración que es el pensamiento crítico, una de las cosas que más hemos perdido. Recuperar el pensamiento crítico te exige marcar distancias. La historia nos ha demostrado que cuando no hacemos eso, acabamos mal. Todo lo malo que ha pasado, ha estado determinado por pasiones, por sentimientos, por emociones y lo bueno ha estado marcado por la racionalidad. Los mayores avances han sido siempre en nombre de la razón.
Otra apuesta que haces en el libro es la unión de la izquierda y la derecha liberal para crear consensos, solucionar problemas y avanzar. Para trabajar por el bien común. Considerando el actual panorama político nacional, ¿cómo sería posible algo así?
Muy complicado. Vengo luchando desde el 15-M (movimiento ciudadano de los indignados, nacido con la manifestación del 15 de mayo de 2011), un movimiento de refresco muy oportuno. Siempre he dicho que nos habíamos equivocado en el diagnóstico, que el problema no es el bipartidismo, sino la partitocracia. Es decir, el problema no es el número de partidos que haya, sino cómo actúan esos partidos. Y los partidos mayoritarios en España habían actuado anteponiendo el interés del partido por encima del interés general. Luego llega Podemos que niega, incluso, que exista el interés general, porque su visión populista es de confrontación permanente. O viene Ciudadanos, que genera muchas expectativas, pero que también acaba en la trinchera, como todos los demás. Y al final te das cuenta de que pasar de dos a cuatro, no mejoró la partitocracia. Se haga una lista de los 10 grandes problemas de un país; estoy seguro de dos cosas: una, que en no menos de siete estamos de acuerdo y, dos, que ninguno de esos se resuelve con un gobierno y un partido. Porque para solucionar problemas necesitas pactar. Ahora pactar no está de moda; pactar transversalmente es considerado cosa de cobardes. Pero así no se resuelve el problema del ascensor social, la renovación de los Consejos Generales de la nación o el modelo de financiación. Cualquier cosa que signifique cambios y avances, implica pactar. La democracia obliga a tener en cuenta a la otra parte y a llegar a acuerdos.
Entonces, ¿defiendes el bipartidismo? ¿Quieres decir que el bipartidismo funciona?
No necesariamente. Me da igual el número de partidos; yo lo que quiero es que los partidos sean capaces de diferenciar lo que es interés común y dónde hay que ponerse de acuerdo. La democracia es conversación, diálogo, reconstrucción. Hoy todo es espectáculo; a ver quién es el que más grita, el que más insulta. Y así no se resuelven los problemas. España sigue teniendo la tasa de pobreza infantil o la tasa de paro más alta de Europa. Pero, fíjate, un ejemplo reciente: ¿cómo se ha resuelto el problema del agua en Barcelona? Llevando barcos desde la desaladora de Sagunto; es decir, se han puesto de acuerdo el Gobierno central, la Generalitat catalana, la Generalitat valenciana y cuatro partidos políticos. Porque si quieres resolver los problemas, has de acordar.
Mencionabas al populismo. Los populismos son otra tendencia mundial al alza en estos tiempos que corren. ¿Cómo afecta eso a las democracias?
Mal. Tenemos que ser conscientes de que, lejos de lo que nos dijo el neoliberalismo cuando cayó el muro de Berlín –el fin de la Historia, que el capitalismo y la democracia habían ganado y que era una cuestión de tiempo el que se expandiera por todo el mundo–, hoy solo el 8% de la población mundial vive en democracias plenas, según el índice de The Economist. Cuando hablamos de la confrontación de Rusia con Ucrania o de China con TikTok, en el fondo son confrontaciones entre democracia y autocracia. Las democracias están sufriendo los ataques externos de la autocracia y los internos del populismo, que responde al cabreo, al enfado, a la decepción. Pensábamos que la globalización solo traería bondades y riqueza para todos y de repente nos dimos cuenta de que también trajo damnificados. Y nos dimos cuenta cuando votaron a Trump o cuando salieron con un chaleco amarillo en Francia. El populismo se basa precisamente en la emoción, en la identidad, y el abandono por completo de la razón. El populismo miente y utiliza las fake news sin ningún problema. Y, además, se contagia. Tenemos el caso en Estados Unidos del Partido Republicano que ha sido abducido por Trump; en España, si el populismo de Podemos no ha abducido a mi partido, el Partido Socialista, sí lo ha dejado muy tocado. Veo comportamientos del Gobierno que para mí son más populistas que socialdemócratas. Hay que estar muy en guardia con el populismo no solo porque deteriora, debido a su propia acción y dinámica, sino por esa capacidad de contagio que tiene.
¿Y esta situación puede ser consecuencia de la decadencia inevitable de la democracia? Tal vez, debamos aceptar la decadencia de los períodos democráticos como algo inevitable…
Puede ser, pero me niego a aceptar lo que me parece que no es aceptable. Prefiero perder, pero no me resigno. Porque he visto que en España ha sido posible hacer cosas muy buenas y hacerlas de otra manera.
Hablando de España, ¿Qué nos une hoy a los españoles?
Es una pregunta que yo también me hago. Pero haré otra: ¿quién se ocupa de unirnos? Porque unirnos no es «saco mi España contra la otra España». Todos somos España, incluidos los catalanes, los vascos y los gallegos, y tenemos que conseguir que se sientan orgullosos de formar parte de una España que les deja ser como ellos quieren ser. Eso fue la Constitución, eso son las autonomías. ¿Quién se está ocupando de lo común? La construcción del Estado autonómico la hemos hecho peleándonos por lo tuyo y lo mío, por las competencias, por el Estatuto; pero ahora, ¿cómo gestionamos lo común? Seguimos sin preocuparnos de ello. Es más, incluso en algo como la pandemia, los atentados del 11 de Mayo o el final de ETA, seguimos divididos.
¿Por qué seguimos a la gresca?
Yo creo que hay una concepción, desde mi punto de vista, equivocada, de que eso es rentable políticamente. Supongamos que es verdad, que es rentable –cosa que dudo–, la siguiente pregunta es: ¿merece la pena destrozar un país para que tú saques un voto?
¿Quiénes son, entonces, los enemigos íntimos de la democracia?
La irracionalidad, la emoción, la pasión, la identidad; es decir, todo lo que despierta lo peor del ser humano. Ese dejarnos llevar por la parte oscura, por los elementos negativos del ser humano y reivindicarlos, que es el populismo. El populismo basa su fundamento en generar miedo en la gente en lugar de esperanza, en debilitar la razón. El asalto a la razón es lo peor que le puede ocurrir a la democracia.
¿Podemos resumir en qué consiste esta democracia radical que planteas?
Es la idea de la democracia en serio. Son las condiciones materiales para la libertad, que decía John Rawls; esa libertad de poder llevar adelante el proyecto de vida que uno quiera, lo cual requiere, entre otras cuestiones, tener la capacidad material de poderlo llevar. Tomarse radicalmente en serio el ascensor social, el impuesto de patrimonio, el cambio climático; ir en serio a por la sostenibilidad, a por el propósito –no solo de las empresas–, a por la igualdad de géneros. Tomar en serio esas cosas que decimos, que suenan tan bien, y que son correctas.
Efectivamente, todo esto suena muy bien, pero, ¿qué medidas de facto se deberían articular para arrancar de una vez por todas?
Mi conclusión es que esto tiene que venir de fuera de los partidos políticos; tiene que venir de la sociedad civil. En España hay varias asociaciones y muchos intentos, pero el problema es que no hemos sido capaces de tejer redes entre ellos; hemos de marcar un propósito explícito. Los ciudadanos tenemos que empezar a decir «hasta aquí hemos llegado». El político es un lector de la sociedad bastante espabilado y rápido y si la sociedad empieza a lanzar señales potentes de que está harta, las cosas empezarán a cambiar. Es mi esperanza. Estoy harto de criticar a los políticos; ayudémosles y enseñémosles cómo se puede hacer algo. Es la labor de recuperar el espíritu crítico desde la sociedad.
Ver, «El asalto a la razón es lo peor que le puede ocurrir a la democracia»
Jordi Sevilla durante su entrevista con Carmen Gómez-Cotta en Madrid.
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