Justicia, Paz, Integridad<br /> de la Creación
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Europa no es sólo una idea

Corriere.it 07.06.2024 Ernesto Galli della Loggia Traducido por: Jpic-jp.org

De la Europa de las diferencias nació el sistema de Estados. Diferentes y rivales, aunque sus rivalidades nunca han logrado romper nuestra unidad cultural original.

¿Qué es Europa? No hablemos de identidad, un término que siempre debe manejarse con cautela: hablemos simplemente de diferencias. Aún hoy, ser europeo significa ante todo esto: haber nacido y haber pasado la mayor parte de la vida en un contexto medioambiental determinado por ciertas diferencias con respecto a todas las demás zonas del planeta habitadas por poblaciones de origen no europeo. Un conocido historiador polaco, Krzysztof Pomian, hizo en su época una lista de estos caracteres absolutamente específicos. He aquí los siete caracteres ambientales, visuales y auditivos típicos de Europa:

1) la presencia de cruces en determinados edificios y cementerios, pero también a lo largo de las calles de las ciudades, en los cruces de caminos o al borde de las carreteras en el campo;

2) un tipo particular de urbanismo y arquitectura con un gran número de rasgos comunes, por ejemplo, una plaza central;

3) un alfabeto que, aunque se presenta en tres variantes, difiere de otros alfabetos, tanto de la escritura ideográfica china como del alfabeto árabe;

4) la especial densidad de imágenes en los espacios públicos y en los interiores de las viviendas particulares;

5) la frecuencia, entre estas imágenes, de las que representan la figura humana, tanto masculina como femenina;

6) el sonido de las campanas;

7) la densa presencia en el territorio de vestigios griegos, romanos o medievales, en forma de edificios aún en pie o en ruinas y de objetos conservados en museos.

Sólo en Europa encontramos ciertas características que la distinguen de nuestros espacios culturales vecinos. Toda Europa tiene su propia organización temporal específica basada en la semana con el domingo como día festivo; y toda ella celebra además ciertas festividades como la Navidad y la Pascua.

Algo más: los europeos acostumbran a referirse a la herencia hebreo-cristiana, a la antigua Grecia y a la antigua Roma, del mismo modo que todo el continente comparte la misma tradición de artes plásticas y literatura, doctrinas políticas, normas jurídicas básicas y la ausencia de toda prohibición alimentaria.

Hoy, por último, Europa se distingue tanto por su laicidad, que aquí significa la separación de la política de la religión, y de la ciudadanía que no tiene en cuenta la afiliación confesional, como por la condición de la mujer: «Las leyes europeas, como observó Pomian, no reconocen que el matrimonio monógamo, las mujeres no están encerradas en gineceos ni harenes, no están obligadas a ocultar su rostro ni su cabello. Además, siempre han desempeñado un papel destacado en la vida cultural y política».

Pero la propia Europa está atravesada por un gran número de diferencias: por ejemplo, entre el Occidente latino y el Occidente greco-ortodoxo, entre la Europa protestante y la católica, entre los países de las ciudades donde el autogobierno municipal, las universidades y las asambleas electivas tienen un lugar preponderante y otros donde no lo tienen, entre los países del Oeste inclinados hacia el mar y, en cambio, en la parte oriental del continente, los países de las inmensas llanuras, de los grandes bosques y de las ciudades raras, entre los países de los magnates y los de las permanencias feudales seculares.

De esa Europa de las diferencias nació esa criatura histórica única y especial que es el Estado, el sistema europeo de Estados. Diferentes y rivales, ciertamente, pero cuya rivalidad nunca consiguió romper el pegamento que representaba la unidad cultural original del continente, destinada precisamente en la era de los Estados a expresarse en el ius gentium y en la idea del «equilibrio de poderes». Al mismo tiempo, esa unidad cultural originaria se expresaba también en una internacional continental de sabios que, fortalecida a lo largo de los siglos, sería la protagonista de dos movimientos que abrirán a Europa el camino de la modernidad, la Ilustración y la revolución científica: por un lado, la modernidad política de los derechos naturales y la democracia, y por el otro, la modernidad de la revolución industrial y la producción capitalista y, los dos al mismo tiempo, los cimientos de una nueva unificación cultural de Europa que se venía gestando desde hacía 250 años. Sólo en Europa una concatenación única de acontecimientos condujo al nacimiento del Estado-nación.

El Estado-nación dio lugar, o de hecho coincidió con, algunas innovaciones decisivas para nuestras sociedades. En primer lugar, supuso el fin del antiguo contraste entre la cultura de las élites, casi siempre de carácter aristocrático-cosmopolita, tendencialmente secularizada, abierta a las novedades, y la cultura de las masas populares, en cambio impregnada de localismo, religiosidad, atada a las tradiciones.

El Estado-nación representó un caso histórico extraordinario de encuentro entre la cúspide y la base de la estructura social, bajo la bandera de una nueva auto identificación cultural.

Auto identificación solicitada y hecha posible por un factor clave: la existencia de una lengua común y sus producciones literarias. Ambas destinadas, a través de la escuela – no por casualidad, por primera vez en la historia, este tipo de Estado la hizo obligatoria –, a una enorme difusión, dando lugar, finalmente, a un demos con rasgos comunes. Todo esto produjo un gran despertar de energías ideales y materiales, una reacción en cadena de conflictos, novedades institucionales y esperanzas de emancipación, del cuyo impulso, en gran medida, todavía vivimos todos.

Incluso la democracia política debe su existencia, en gran parte, al Estado nacional. La idea de soberanía popular, de hecho, es impensable sin la idea de soberanía nacional, sin la potencialidad expansiva inherente a esta última, que implica la idea de ciudadanía y, del sufragio censitario que conduce necesariamente al sufragio universal.

El Estado nacional significó, precisamente, la creación de una amplia comunidad de ciudadanos, es decir, de individuos sostenidos y unidos por un legado histórico-cultural común que, cada día, los anima a participar en instituciones comunes y en un destino compartido.

Al menos en los últimos dos siglos, en mayor o menor medida, los europeos han compartido la experiencia aquí descrita. ¿Cómo no tenerlo en cuenta? La historia, que en el paso del tiempo es un enorme depósito de experiencias colectivas, ha dado forma a una vasta construcción psico-emotiva, a una memoria cargada de valores, también sentimentales. La identidad europea – usemos finalmente la palabra – está íntimamente ligada a esta larga persistencia de la memoria.

El punto clave es que esta identidad, producto del pasado, es inevitablemente percibida también como un legado que deseamos transmitir a nuestros sucesores. Es esta inclinación, típica de la identidad, a proyectarse desde el pasado hacia el futuro, lo que se ha convertido en un hecho político disruptivo para la construcción europea, porque esta construcción partió de la idea de que, en cierto sentido, el pasado europeo estaba muerto. Ciertamente, en la inmediata posguerra era aún plausible pensar que, bajo los escombros del conflicto, también había quedado enterrada para siempre la vieja Europa de los Estados nacionales. Pero no era así; creerlo fue un error. De la misma manera que, en mi opinión, el europeísmo cometió un error cuando pensó que la mejor justificación de su razón de ser consistía en proclamar la obsolescencia y casi la superfluidad del Estado nacional.

En realidad, la construcción política europea ha sufrido y sigue sufriendo la ausencia de una política de identidad nutrida por el pasado. La Unión no se ha preocupado por tematizar y valorar las raíces comunes a todo el continente. No ha considerado importante elaborar una política que tuviera en cuenta las declinaciones y articulaciones particulares de dichas raíces según los países, el vínculo de estas raíces con el presente y el futuro. Siempre dispuesta a elogiar las diferencias cuando se trata de los demás, Europa, en cierto sentido, se ha avergonzado de las propias. Pero, al hacerlo, ha olvidado que nada nuevo puede vivir si no está enraizado en algo antiguo. Europa ha optado por presentarse con el rostro, sí, de su legado, pero del legado más universal y abstracto, situado, por así decirlo, fuera del tiempo y del espacio. Ha elegido fundamentar su identidad esencialmente en el firmamento de los principios – la paz, la justicia, los derechos humanos – dirigidos indistintamente a todos y, por lo tanto, por su naturaleza necesariamente abstractos y orientados exclusivamente hacia el presente y el futuro.

Pero en política hay que saber hablar al alma. Europa ha olvidado la advertencia de un gran europeo, Stefan Zweig, quien, entre las dos guerras, escribía que, si no se habla al "corazón" y a la "sangre" de los europeos, la batalla contra los nacionalismos se perderá inevitablemente, ya que – añadía – "nunca en la historia el cambio ha venido solo de la esfera intelectual o de la reflexión".

Por el contrario, las élites europeas han acabado creyendo exactamente esto: que para arraigarse y legitimarse en la conciencia de sus ciudadanos, bastaban los grandes principios y las ventajas concretas garantizadas por la Unión. Pero ningún cuerpo político ha sido jamás sostenido sólo por estas cosas. En realidad, la presencia de los pasados nacionales es mucho más amplia e importante de lo que las instituciones europeas han estado dispuestas a admitir hasta ahora. Y, por lo tanto, si algo sólido debe surgir bajo el nombre de Europa, si el destino reserva tal futuro para nuestro continente, entonces no podrá surgir sino del legado de la historia: sólo en esto encontrará su plena legitimación y también la promesa de su cumplimiento.

Ver, Europa non è solo un’idea

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Los comentarios de nuestros lectores (3)

Bernard Farine 28.12.2024 Ce texte est vraiment intéressant car il suscite la réflexion. On sent que cette culture commune est bousculée aujourd'hui par deux facteurs : la mondialisation, surtout capitaliste et financière qui tend à dominer le pouvoir propre des États (accélérée par l'arrivée des réseaux sociaux), et la montée des pouvoirs nationalistes illibéraux qui menace tous les États démocratiques en Europe. On se souvient aussi qu'à l'aube de la première guerre mondiale, des mouvements contestataires d'origine marxiste (Jaurès en France) ont essayé d'enrayer la logique de guerre en interpelant le mouvement ouvrier pour signifier que cette guerre servait les intérêts capitalistes et que la solidarité prolétarienne internationale était plus forte, mais cela n'a pas fonctionné. La logique des États a prévalu.
Paul Attard 28.12.2024 Ah, Europe! The one that de Gaulle said No to our entry initially! Yes, Europe has been a continent of nation states since the Treaty of Westphalia in 1648. Yet, Europe has witnessed countless wars since then between Spain, France, Italy, Germany Britain, Serbia, Turkey, Greece, Hungary and others. Even today, each European country thinks firstly of itself. And of course ‘Europe’ cannot agree on anything much. Not on immigration. Not on defence. Not on Ukraine. Not on monetary policy. So, Europe is still a continent of little nations, trying to be united, but not succeeding very well. But the idea is good!!!!
Margaret Henderson 02.01.2025 I was fascinated by the ‘idea of Europe’. A most enjoyable read - and also thought-provoking. I suppose the EU really ought to put more emphasis on history, and that would help with mutual respect and understanding of the individual nation states.