Del ‘Make America Great Again’ de Trump al ‘Take Back Control’ de los euroescépticos ingleses, pasando por el agresivo irredentismo ruso, el independentismo catalán o el creciente rechazo de la inmigración en buena parte del mundo desarrollado, son malos tiempos para la lírica cosmopolita.
Que las pasiones nacionalistas sigan teniendo tal fuerza bien entrado el siglo XXI, transcurridos ya más de cien años desde aquel periodo de entreguerras que conoció la instauración de regímenes fascistas en suelo europeo y el agresivo desempeño de un imperialismo japonés de base nacionalista, no deja de causar la mayor de las perplejidades. ¿No se había jurado la humanidad mantener a raya sus inclinaciones etnicistas? Acaso no haya mejor ejemplo de esa aparente incongruencia histórica que el caso catalán: la región más rica de España protagonizó una revuelta contra el orden constitucional de un Estado democrático cuyo poder se encuentra descentralizado desde hace más de cuarenta años. Pero hay más: del Make America Great Again de Trump al Take Back Control de los euroescépticos ingleses, pasando por el agresivo irredentismo ruso, el auge del nacionalismo hindú o el creciente rechazo de la inmigración en buena parte del mundo desarrollado. Malos tiempos para la lírica cosmopolita.
No obstante, convendría distinguir entre las diferentes manifestaciones del fenómeno. De un lado, están los nacionalismos subestatales que exigen autonomía o el derecho a secesionarse. Tienen algo de anacronismo: la formación de las naciones europeas se produce en el periodo que va de la Revolución francesa al final de la Gran Guerra y los separatistas catalanes han tratado de reproducir esa lógica en el marco de una Unión Europea fundada contra los nacionalismos; lo mismo vale para Escocia o Quebec. Del otro, nos encontramos con el reforzamiento de la praxis nacionalista en Estados consolidados: lo hacen gobiernos autoritarios con un pasado imperial (Rusia, China), gobiernos democráticos liderados por partidos de orientación nacionalista (India, Italia, Gran Bretaña, Israel), o bien partidos y líderes políticos —generalmente de derecha— que actúan dentro de las democracias existentes (de Trump a Wilders, pasando por Alternativa por Alemania o Vox). En estos casos, se exalta la nación que sirve de base al Estado; a veces, sufren por ello las minorías que forman parte de él.
Pero ¿por qué́ sorprenderse? Si bien se mira, el nacionalismo se caracteriza por su continuidad histórica; en lugar de dibujar una trayectoria decreciente acorde con la capacidad de aprendizaje de las sociedades humanas, el nacionalismo mantiene en ellas una presencia constante que exhibe distintas formas según las circunstancias. La casuística es variada: mientras que la Alemania democrática que surge después de la derrota del nazismo se abstiene de manifestar pasiones nacionales e incluso mantiene una relación pudorosa con su bandera, sin que a su vez ello haya generado vocaciones separatistas en ninguno de sus Länder, el debilitamiento del sentimiento nacional en la España posfranquista sí ha venido acompañado del reforzamiento de los nacionalismos interiores. Tampoco debe olvidarse, en fin, que los afectos nacionales poseen su ambigüedad: cuando los jóvenes norteamericanos iban a morir a Europa y el Pacífico, el patriotismo jugaba un papel determinante como motivador del sacrificio; al mismo tiempo, sin embargo, el Gobierno estadounidense recluía a sus ciudadanos de origen japonés en campos de internamiento. Y, como dijo el filósofo norteamericano Richard Rorty adoptando un punto de vista progresista, quizá un país no pueda prosperar si sus ciudadanos no lo aman.
Precisamente, como ha señalado John Kane, el nacionalismo es un objeto de análisis incómodo porque se refiere a las pasiones antes que a las razones; no sabemos bien qué hacer con eso. De hecho, cualquier discusión con un nacionalista está condenada a desembocar en el callejón sin salida del apego sentimental. El problema es que, como la historia nos ha enseñado, el amor a la nación puede adoptar una forma agresiva e incluso violenta. Igual que existe en casi todas partes ese «nacionalismo banal» del que habla Michael Billig, expresado en símbolos y prácticas que nos parecen naturales por habernos socializado con ellas, hay un nacionalismo empeñado en aplicar políticas adoctrinadoras que a menudo transmiten a sus receptores una malsana combinación de victimismo y supremacismo.
Parece así razonable distinguir entre dos tipos ideales de nación —nación cívica y nación étnica— a fin de orientarnos en el confuso panorama que nos presentan las sociedades modernas. La nación cívica o política está asentada sobre los derechos y las libertades constitucionales otorgados por el Estado; su base sentimental ocupa, en principio, un papel secundario. En cambio, la nación étnica o cultural se organiza alrededor de una identidad cultural a la que sus miembros se adhieren afectivamente. A grandes rasgos, es una distinción plausible. Pero no se trata de una oposición excluyente, sino de un continuo que admite gradaciones y solapamientos. Y es que ningún Estado se ha legitimado a sí mismo todavía apelando únicamente a la fría racionalidad de los habitantes de un territorio; el fundamento nacional del Estado remite a un imaginario colectivo —con frecuencia objeto de disputa— que se manifiesta en relatos con fuerza vinculante. De ahí no puede deducirse, sin embargo, que todos seamos nacionalistas por igual o que todas las naciones sean iguales. Porque un Estado liberal respetuoso del pluralismo y de la libertad del individuo para conformar su identidad será preferible a uno que se dedique a socializar a sus ciudadanos en una identidad de carácter excluyente o se muestre agresivo con sus vecinos.
Sigue en pie la pregunta sobre la vigencia del nacionalismo más agresivo: ¿cómo es que continúa ensombreciendo el destino de las sociedades humanas? Quizá no sea tan difícil de responder. No en vano, nos socializamos en entornos particulares y —por más que nacer en un sitio u otro sea la mayor de las contingencias— otorgamos un valor emocional superior a aquello que nos es más familiar o cercano. Nuestra constitución psicobiológica refuerza esa disposición: la evolución natural os ha preparado para buscar la cohesión del grupo del que formamos parte. Aquí está la clave del vigor nacionalista: las pasiones de la pertenencia están latentes en todo momento, a la espera de que un agente político trate de activarlas y movilizarlas. Podrá hacerlo de manera benigna, por ejemplo llamando a la reconstrucción de un país tras una guerra; o todo lo contrario. Y aunque habrá ciudadanos de orientación cosmopolita indiferentes a esas apelaciones, la verdad es que los cosmopolitas no abundan.
Así que cuidado: tal vez haya que celebrar que el nacionalismo de corte etnicista no juegue un papel aún más determinante en la vida de nuestras sociedades. Podría ser peor. Y nadie puede descartar que un día no llegue a serlo.
Ilustración Óscar Gutiérrez
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