La guerra, y también la política, son realidades profanas, seculares; también lo son la democracia, la libertad y los derechos, realizados (si es que lo son, dónde y cuándo), en formas siempre parciales y contradictorias. La Iglesia de Jesús no responde a la idolatría de sacralizar lo que parece políticamente deseable, sino reconociendo la relatividad de todo lo terrenal. Esto no significa que la democracia, la libertad y los derechos no sean realidades importantes, por las que merezca la pena luchar en todo momento. Sólo que, como dice el Papa Francisco, la paz es siempre mucho mejor que la guerra.
Hace unas semanas, mientras las Iglesias católica y evangélica celebraban la Semana Santa, el Patriarca Kirill también declaró “santa” la guerra de Putin. Nada nuevo en cuanto al fondo, ni respecto a la historia: amplios sectores del cristianismo, por ejemplo, han hecho y dicho algo parecido en otras circunstancias. Por supuesto, se trata de un lenguaje pintoresco. El Consejo Ecuménico de las Iglesias ha pedido aclaraciones: quién sabe, quizá, antes o después, Kirill, en un intento de explicarse mejor, abandone el Consejo por decisión propia.
Concejo aparte, ¿cómo pueden reaccionar las demás Iglesias ante tales afirmaciones? Al menos en un punto, en mi opinión no irrelevante, se puede estar de acuerdo: ninguna actitud simétrica, ninguna guerra santa por la democracia, por la libertad, por los derechos. La guerra, y también la política, son realidades profanas, seculares; también lo son la democracia, la libertad y los derechos, realizados (si es que lo son, dónde y cuándo), en formas siempre parciales y contradictorias. La Iglesia de Jesús no responde a la idolatría de sacralizar lo que parece políticamente deseable, sino reconociendo la relatividad de todo lo terrenal. Esto no significa que la democracia, la libertad y los derechos no sean realidades importantes por las que merezca la pena luchar, siempre. Solo que “como dice el Papa Francisco (junto con, por otra parte, cualquier otro habitante del planeta, incluidos, supongo, Putin y Kirill), la paz es mucho mejor que la guerra”.
Este consenso, amplio pero un tanto genérico, quizá podría aclararse superando, en el debate sobre la consecución de la paz, la árida alternativa entre “diplomacia” y “armas”. No hace falta un máster en geopolítica para saber que el factor militar siempre forma parte de toda negociación diplomática. Quienes confían en la diplomacia con vistas a la paz no pueden eliminar la centralidad del instrumento militar.
Una vertiente de la tradición cristiana se mueve en esta dirección, intentando, a menudo con modesto éxito, elaborar incluso teológicamente toda la ambigüedad que tal punto de vista conlleva. El elemento central de este proyecto reside precisamente en una opción básica por instrumento político: la paz en este mundo tiene un carácter político y debe perseguirse políticamente. La diplomacia es un instrumento de la política y la fuerza militar forma parte de la labor diplomática. El contenido específicamente ético de esta idea es que la paz parcial y precaria que es su objetivo debe preferirse a la arbitrariedad de quienes razonan en términos del puro despliegue de la fuerza.
Otra gran corriente de la tradición cristiana señala que las armas matan incluso cuando no se despliegan directamente (por ejemplo, debido a los recursos que restan a proyectos por lo demás encomiables) y que, en cualquier caso, cuando están ahí, siempre acaban disparando. Las teorías de la “guerra justa” y sus desarrollos más recientes han justificado todas las guerras injustas de la historia y, en cualquier caso, no se encuentra ninguna teoría semejante en el Nuevo Testamento.
La tarea de la Iglesia, desde esta perspectiva, es proclamar el mensaje del profeta desarmado que vino de Nazaret, como una gran alternativa a una lógica que produce inexorablemente la guerra. Se trata de una posición clara y, a su manera, coherente: implica, aunque se resista a admitirlo, la renuncia a la construcción política de la paz, pero, según algunos, la tarea de la Iglesia consiste en testimoniar no tanto la paz (que nunca depende de un bando), sino la renuncia a las armas por parte de los creyentes.
Esta dialéctica forma parte de la historia cristiana y ciertamente no se resolverá ahora. De hecho, hay quien utiliza a este respecto la categoría de “complementariedad”, derivada de la física de las partículas, que contempla un dualismo estructuralmente no superable, pero a su manera fecundo. Un primer objetivo podría ser evitar discutir la paz en términos bélicos, desgarrando unas Iglesias ya de por sí débiles. Sobre todo porque, independientemente de obispos y sínodos, las sociedades toman sus propias decisiones de todos modos.
Ver, Guerra santa, pace profana
*Fulvio Ferrario. Professore di Teologia dogmatica presso la Facoltà valdese di Teologia di Roma
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