No sabemos cómo puede ser el cielo, pero sabemos lo que es el infierno. Son muchos los infiernos que experimentamos en las relaciones personales y sociales, en nuestras propias tierras y a escala planetaria. Pero, sobre todo, ahora sabemos que corremos el riesgo de sufrir un infierno global: el fin del mundo.
La excelente película Oppenheimer, dirigida por Christopher Nolan y estrenada recientemente en los cines, tiene la virtud de calar hondo en las conciencias y escalofriar las mentes al adentrarnos en el drama del apocalipsis humano.
La trama nos deja sin aliento, clavando al espectador en su asiento al concienciarnos de que, ahora más que nunca, la autodestrucción ha dejado de ser ciencia ficción.
La imposibilidad de un conflicto nuclear parte de la consideración razonable de que es impensable que pueda ocurrir porque no habría ni vencedores ni vencidos, como afirma el propio Robert Oppenheimer, el ingeniero "padre" de la bomba atómica.
Pero lo impensable no es lo imposible.
Lo impensable se basa en la disuasión de la destrucción total mutua entre los beligerantes y, por tanto, en la certeza de que la razón humana lo descarta. Esto presupone que los gobiernos siempre tienen la capacidad de controlar las situaciones y siempre saben juzgar correctamente los riesgos para la seguridad. Pero la historia, y más concretamente la naturaleza humana, demuestra que, desgraciadamente, lo que parece impensable por irrazonable puede suceder, aunque suceda raramente.
Los seres humanos - sin excluir a algunos dirigentes políticos - también saben ser inhumanamente irrazonables; la apoteosis de la Segunda Guerra Mundial, que pasó por el horror de Auschwitz y terminó en Hiroshima y Nagasaki, lo ha demostrado.
Desde entonces, la historia enseña que a veces ocurre lo impensable. Oppenheimer esperaba que fuera una excepción que confirmara la regla. Intentó detener la evolución hacia nuevas generaciones de bombas H y bombas nucleares, pero fracasó. El Presidente estadounidense John FitzGerald Kennedy y el Presidente soviético Nikyta Khrushchev acordaron la reducción de armamentos y la no proliferación atómica; estrategias correctas que fracasaron, de modo que hoy varias naciones, sin excluir pequeñas economías como Israel, Pakistán y Corea del Norte, son potencias nucleares.
El "nunca más" de 1945 se olvidó rápidamente: desde la invasión de Ucrania en febrero de 2022, Rusia ha amenazado repetidamente con el uso de armas nucleares si ese conflicto amenazaba su seguridad. Así pues, más que confiar en lo impensable, ¿cómo hacer imposible el fin auto infligido de la humanidad?
Los pacifistas más realistas, desde Giorgio La Pira a Don Tonino Bello, pasando por el Papa Francisco, han mostrado caminos posibles para la seguridad común de los pueblos.
Ante todo, debemos promover la educación para la paz y la ciudadanía global, el respeto de los derechos humanos y civiles fundamentales, e invertir en prácticas de respeto y socialización multiculturales. Los conflictos se desactivan si desarmamos los corazones.
A continuación, debemos esforzarnos por eliminar las numerosas y exageradas desigualdades y reforzar la cooperación para un desarrollo sostenible, porque sabemos que las beligerancias tienen su origen en la codicia por la explotación de los bienes comunes globales, es decir, los recursos naturales y culturales de los que todos deberíamos beneficiarnos, derecho hoy minado por la avaricia de nuestras sociedades consumistas. Entre estos bienes comunes y públicos se encuentran las aspiraciones a la salud pública y a un trabajo digno para todos.
Si se reflexionara entonces con honestidad intelectual sobre la cuestión de la seguridad común de toda la humanidad, tendría sentido que nadie en el mundo tuviera derecho a lanzar un ataque nuclear.
Para acercarse lo más posible a esta prohibición absoluta, un primer paso que puede darse de inmediato es la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, que debería someterse a la voluntad abrumadora de la Asamblea General de la ONU, que ha pedido reiteradamente un programa de reducción progresiva del armamento nuclear. Utilizar el derecho de veto para negarse a evitar el apocalipsis es inhumano. Para no quedarnos clavados en nuestros sillones, aterrorizados ante el impensable apocalipsis, debemos levantarnos cada mañana con la voluntad de construir en todos los ámbitos relaciones posibles de convivencia y tolerancia.
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