Regreso a Burundi después de 25 años y el país que encuentro me sorprende y, a primera vista, de una manera emocionante. Viajando en la región que conocí como mis bolsillos, la parte noroeste del país que conduce a las fronteras con Congo y Ruanda, me siento perdido.
Nuevas carreteras, a menudo pavimentadas o en tierra firme, donde solo había caminos, serpentean a través de campos perfectamente cultivados y bosques de eucaliptos, fruto de proyectos del Banco Mundial. Casas que brotan en todas partes, en material duradero y con techos de lamiera: las chozas pobres y simpáticas en paja y barro han casi desaparecido. Los campos de arroz, yuca, frijol se alternan con plantaciones verdes y exuberantes de plátano y se extienden hasta donde alcanza la vista desde la llanura del rio Ruzizi para llegar a las cumbres de la cadena Congo-Nilo. Las carreteras se llenan de gente pacífica y feliz, que saluda con entusiasmo y se desplaza a pie, en moto, en taxi o en minibús. ¡Un espectáculo las bicicletas! Manejadas o empujadas por hombres y jóvenes robustos llevan de todo: un enorme cerdo o seis sacos de arroz, enormes fardos de hojas de yuca o empiladas filas de sillas que se eleva hacia lo alto desafiando las leyes de la física. En una viaja incluso toda una familia seguida de cerca de otra que lleva un montón de postes o tablas. Donde en el pasado sólo transitaban los carros de las misiones, de las agencias internacionales y gubernamentales o de comerciantes adinerados, ahora llegan taxis y moto-taxis con su servicio económico para toda la población. A lo largo de las calles principales, solemnes edificios públicos se alternan con numerosos bancos, centros comerciales de todo tipo con talleres mecánicos de automóviles y bicicletas bien equipados, carpinterías con estadios deportivos. En los centros que servía como misionero, y ahora visito, me sorprende la cantidad de escuelas, colegios, centros de formación profesional, todos elegantemente construidos en ladrillo, bien cuidados, a menudo con jardines y pequeños parques adornados con flores. A lo largo de las carreteras, sean ellas las principales como las del interior, se vende de todo, desde bolsas de carbón para la ciudad, a frutas y verduras. Largas filas de piedras y ladrillos apilados junto a carreteras y caminos se alternan con hornos para cocer ladrillos y bloques de barro y paja - al igual que en los tiempos de los Judíos en Egipto -, señal inequívoca de que la gente mira hacia el futuro con optimismo y confianza.
¡Cuán diferente del país que dejé poco después del 20 de octubre de 1993, día del golpe de estado y del asesinato del presidente Ndadaye, democráticamente elegido sólo unos meses antes, por parte del ejército y el partido tutsi UPRONA! Era un ambiente de miedo, de sospecha, de gente encerrada lo que había encontrado al pasar por encima del alambre militar de púas y entrar en el país con los refugiados que regresaban de Bugarama en Ruanda, camino hacia las parroquias de Cibitoke y Kabulantwa, donde había trabajado como misionero durante ocho maravillosos años. Tal vez fue esto lo que me llevó a visitar estos lugares por última vez: era una imagen demasiado triste para guardarla y me siento feliz de poder cancelarla. El entusiasmo con el que la gente al reconocerme me saluda es grande y con un orgullo me habla de cuando niños llegaban a la misión para la catequesis y la alfabetización que entonces llamábamos Yaga Mukama - Habla, Señor.
Algo me sorprende, que no me esperaba en absoluto: en todas partes pequeñas iglesias de alegres comunidades protestantes y minúsculas mezquitas, vacías y silenciosas, que parecen estar allí solo para decir, "también nosotras existimos". Por otro lado, las parroquias donde he trabajado prosperan: las escuelas públicas, que reciben a más del 90% de los niños, ahora reemplazan las escuelas de alfabetización; varias antiguas capillas se han convertido en parroquias; muchas iglesias han sido reconstruidas 4-6 veces más amplias; centros profesionales para huérfanos y recuperación escolar surgen en todas partes; nuevos santuarios atraen a fieles numerosos. ¡Ingenuo!, me digo a mi mismo, mientras gente conocida y desconocida con entusiasmo me estrecha las manos y me abraza: cuando estaba aquí en los años 1969 a 1977, ¿la llanura de la Ruzizi era escasamente poblada? ¿No me hablaba todavía un anciano misionero de una manada de elefantes que en 1957 le cortó el camino a las montañas, obligándolo a regresar? ¿No me iba yo mismo antes de las masacres de 1972 a cazar antílopes y gacelas?
He aquí, el pasado vuelve violento. A mi llegada, Burundi, con su forma de corazón y sus 27.834 km2, tenía 3,5 millones de habitantes. En el '72 los muertos fueron 200.000 y los que huyeron al extranjero aún más. Sin embargo, a pesar de estas y otras masacres cometidas por el ejército tutsis contra los hutus, y viceversa por la guerrilla hutus contra los tutsi, y el consiguiente éxodo de refugiados, hasta la elección de Nkurunziza como presidente en el 2005, la población supera ahora los 10 millones con una juventud en aumento.
¿Un país próspero, feliz, pacífico y seguro de su propio futuro, entonces? La realidad que veo es típica de esta área o de todo Burundi? De todo el país me dicen, a excepción de ciertas estructuras eclesiásticas. Por el hecho que la Piana de la Ruzizi empezó a poblarse tan solo en la década del 1960, hubo necesidad de crear nuevas diócesis y aumentar el número de las parroquias, mientras que en otras partes del país esas estructuras se habían ya consolidado durante décadas.
¿Por qué entonces, me pregunto, hay un claro resentimiento y condena de la opinión pública occidental hacia el régimen actual?
Cuando surge, la ola de preguntas se vuelve imparable y se extiende a todo campo. ¿Dónde están, o dónde pasarán, me pregunto, las tuberías de agua y de los desagües para servir decentemente todas estas casas? ¿Cómo distribuir a todas la electricidad? El dictador Bagaza quiso obligar sin éxito a la gente a abandonar el mihana (platanal) tradicional y reunirse en aldeas para aprovechar de servicios como agua corriente, electricidad, baños en las casas. Ahora las personas lo hacen espontáneamente, pero en un gran desorden. ¿Hay un plan de desarrollo urbano en el país? Bujumbura, la capital, ha crecido enormemente, está bien organizada con un buen número de "mamás" - mujeres a menudo viudas o abandonadas por el marido - que la tienen exquisitamente limpia y adornada con arbustos en flor, pero ¿y el resto del país, especialmente las zonas del campo donde vive la mayoría de la población?
Veo, como hace 45 años, enjambres de niños y niñas - muchos de ellos descalzos y con vestidos en jirones-, jóvenes y mujeres, en marcha para buscar el agua cargando en la cabeza sus bidones; al interior pequeños caminos polvorientos y llenos de agujeros se alternan con las arterias modernas; en las aulas que visito encuentro pupitres para un centenar de estudiantes que, me dicen, vienen a la escuela como antes sin desayunar. ¿Qué pueden aprender? La impresión es entonces la de un país feliz porque no piensa, que no reflexiona sobre su futuro porque tiene miedo del pasado, con un gobierno sin planes estructurales porque incapaz de pensar o temeroso de hacerlo.
El hecho de que Pierre Nkurunziza, el actual presidente, en 2015 no dejara el poder y se hiciera reelegir en contra del mandato de la Constitución, lo que resultó en la muerte, el exilio o la desaparición de unas 7.000 personas, ¿cuánto pesa sobre todo esto? ¿O hay algo más, sutil y oculto? ¿Acaso que Museveni, en Uganda, y Kagame, en Ruanda, con el cambio de la constitución no están y estarán en el poder por décadas? ¿Cuál es la diferencia? Para los gobiernos y la opinión pública occidental, ¿la diferencia radica tal vez en el hecho de que Nkurunziza gobierna el país más como un predicador evangélico y no manifiesta cualidades de estadista y que sus colegas, ex generales guerrilleros, no le son de mucha ayuda? Museveni y Kagame, por el contrario, hacen relucir planes a largo plazo que engañan a los bancos y a los gobiernos. Kagame sobre todo.
Una gran pregunta, entonces, me plantea nubes oscuras y trágicas sobre el futuro de Burundi y Ruanda: ¿Dónde está la tierra agrícola que garantice alimentos para estas demografías galopantes? En Burundi he visto escuelas, estadios, viviendas y complejos comerciales, centros de capacitación profesional, casas privadas y edificios públicos, incluso iglesias, construidos sobre las mejores tierras agrícolas. La necesidad de dinero ha empujado al gobierno hacia la explotación del subsuelo en detrimento de la agricultura, como el caso de las minas de oro otorgadas a los rusos. ¿Dónde encontrarán las personas comida en un futuro cercano? ¿No será una reforma radical del sistema de tierras la única garantía de paz y democracia para los años venideros? ¡A menos que!
Una duda cruel surge del pasado. La prensa internacional también lo insinuó en 2015. Opuestos a una inconstitucional reelección de Nkurunziza no era sólo un grupo de políticos hutus deseosos de cambios por los evidentes limites de la administración en el poder, sino también la mano oculta de Kagame y el nunca desvanecido sueño de un imperio Hima o tutsi como se quiera llamarlo. Desde décadas, se piensa que la única salida "democrática" a la explosión demográfica de Ruanda y Burundi es que el vecino Congo con sus vastas sabanas, bosques y llanuras deshabitadas abra las puertas, dando solución al problema de los dos pequeños países vecinos y, al mismo tiempo, inaugurar nuevos caminos de progreso a los que la subpoblación de muchas de sus regiones aisladas no le permite aspirar. La República Democrática del Congo no parece dispuesta a abrir espontáneamente las puertas, y el sueño hima se propone entonces como una alternativa: unir en un solo país Burundi, Ruanda y las regiones del este del río Congo. ¿Sueño iluminado, ilusorio o demagógico, destinado a ahogarse nuevamente en un baño de sangre?
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