Los grandes debates nacionales sobre las pensiones van mucho más allá de las cuestiones financieras. Nos obligan a cada uno de nosotros a reflexionar sobre las etapas de nuestra vida, los diferentes «tiempos» que las jalonan y les dan sentido.
En las sociedades tradicionales, el paso de la infancia a la edad adulta se producía sin solución de continuidad, ya que los jóvenes reproducían los modos de trabajo y de vida de sus mayores. Y sólo el deterioro físico marcaba el inicio de la vejez, porque requería la asistencia de los seres queridos.
La modernidad ha inventado dos periodos intermedios. El primero es la adolescencia, cuando los seres humanos, una vez alcanzada la madurez fisiológica, psicológica y cívica, pasan por un periodo de formación y asumen responsabilidades profesionales y familiares que no ha dejado de ampliarse. Pero se ha reparado poco en que, con la «jubilación», nuestras sociedades han inventado otro periodo intermedio entre la vida activa y la vejez. Los que llamamos «jóvenes jubilados», en plena posesión de sus medios físicos e intelectuales, viven cada vez más tiempo antes de entrar en la vejez dependiente. Es una especie de «segunda adolescencia», obviamente muy diferente de la primera, pero que comparte con ella un punto fundamental en común: disfrutar de plena autonomía humana sin ejercer directamente responsabilidades profesionales y familiares.
Claude Olivenstein (1933-2008), psiquiatra especializado en el tratamiento de la toxicomanía, señala que estos dos periodos de la vida son los más propicios para cuestionarse el sentido de nuestras vidas: «Hay dos edades privilegiadas para preocuparse por el sentido de la vida: la adolescencia, cuando todo despierta, cuando la angustia, que puede ser extrema, se tiñe de esperanza apuntalada por fuerzas vitales en ebullición; y luego el momento del reconocimiento, por la íntima convicción del ‘nacimiento’ de la vejez, de su curso inevitable, punto de partida de un interrogatorio, para volverse loco, sobre su propio futuro» (Naissance de la vieillesse Ed. Odile Jacob 1999, p. 401). No es de extrañar, pues, que los «jóvenes jubilados» constituyan hoy una parte importante en las actividades culturales, asociativas y políticas.
Estos dos períodos intermedios -la adolescencia y la jubilación, que aún no es la vejez- se definen como épocas de «paso», en las que aprendemos que estamos «de paso» y que el único riesgo sería aferrarnos a universos supuestamente estables, como la infancia o la plena madurez.
En un hermoso poema, Elogio de la vejez, el escritor alemán Herman Hesse (1877-1962) nos invita a vivir estos tiempos de transición como nuevos nacimientos:
«A cada llamada de la vida,
El corazón debe saber decir adiós y volver a empezar
Para forjar lazos nuevos, diferentes,
Emprenderlos con valentía y sin arrepentimiento.
Cada comienzo contiene una magia oculta
Que nos protege y nos ayuda a seguir viviendo.
Los espacios sucesivos hay que atravesarlos con alegría,
No hay que atesorarlos como a tantas patrias,
El espíritu del mundo no nos confina ni nos ata,
En cada etapa nos libera, nos hace más grandes.
Si tan pronto como entramos en una etapa de existencia,
Y tan pronto sentimos en casa, nos arriesgamos a la apatía;
Sólo el hombre que no teme la partida ni la distancia
Escapa al hábito que le adormece...».
La Navidad, que celebramos hace unos días, evoca la fragilidad de un nacimiento para una joven pareja desplazada por un censo administrativo. La fragilidad de un nacimiento en un albergue improvisado, porque los albergues sólo acogen a quienes tienen medios económicos. Para los cristianos, este humilde acontecimiento, celebrado el día del solsticio, cuando, tras noches de invierno cada vez más largas, la luz comienza a vencer a las sombras, parece de nuevo el principio del mundo. Lejos de las fanfarrias triunfales, de los grandes éxitos económicos y militares, es esta fragilidad la que aparece con más fuerza que cualquier otra cosa.
En uno de los últimos textos escritos unos meses antes de su muerte, la ensayista y novelista Christiane Singer (1943-2007) se preguntaba sobre este misterio: «¿Cómo, en esta noche interminable del solsticio de invierno - la noche de los asesinos de Herodes y de los largos cuchillos desenvainados-, podría ser posible, incluso pensable, un vuelco? ¿Cómo podría ser? Es en esa noche y en ninguna otra cuando se producirá el milagro. Y ocurrirá. Porque aquí está, ¡el secreto de los mundos revelado por la Navidad! Aunque el hombre deba morir, se le da la vida para nacer, para nacer y volver a nacer... Se le promete el nacimiento, no la muerte. Todos los caballos del Rey, todos los tanques y todos los bombarderos de todos los ejércitos del mundo no pueden, cuando ha llegado la hora, retener la oscuridad ni impedir el irresistible ascenso de la aurora. Todo lo que tienes que hacer es asentir, y el milagro se cumplirá en ti» (L’enfantement, l’éros et la vieillesse).
Ver, Le temps de l’homme passant
Foto © Vija Rindo Pratama en Pexels.com
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