En este tiempo de restricciones, de encierros en casa, en el pueblo, en nuestras áreas geográficas más cercanas, estamos abocados por nuestras autoridades a evitar desplazarnos y proporcionar a este maldito virus un medio de transporte. En este año sin vacaciones las preocupaciones de los jóvenes pasan por qué marca de ropa promociona una influencer o qué máster vamos a estudiar y en qué ciudad de este hiper-desarrollado entorno.
Ni esta situación extrema ha sido capaz de poner puertas al mar, de contener a aquellos que pelean con lo único que tienen, con su piel, cuerpo a cuerpo contra el mar. El mar que los alimentaba, el mar que los lleva a su objetivo y que, a veces, se los traga.
Y siento como un deber mío hacia ellos, así como hacia los hermanos europeos que se preocupan por ellos, lanzar un mensaje de alerta a quienes puedan o quieran escuchar.
Sé muy bien de lo que hablo porque he venido tres veces en patera hasta Canarias, con diferentes resultados, hasta conseguir quedarme. Sé muy bien lo que les impulsa a marchar, como también sé lo que les espera aquí: condiciones de trabajo rayando el esclavismo, criminalización, exclusión, racismo, islamofobia, o la extensión del discurso de odio oportunista ante la enorme crisis que se avecina en Europa.
Es tiempo de primavera, el clima se hace algo más benévolo, los vientos algo más domables, y los jóvenes no pueden frenar sus impulsos de salir de sus pueblos para buscar su futuro fuera. No intentan cumplir sus sueños, no quieren optar por la ropa de marca de las tiendas europeas, no quieren quitar nada a nadie. Sus sueños, los de verdad, consisten en poder montar un pequeño negocio familiar alrededor de la pesca de sus mayores, una tienda, un puesto en el mercado, poder criar a sus hijos cerca de sus abuelos, recibiendo sus enseñanzas como lo hicieron sus propios padres. Poder estudiar y tener un futuro profesional cierto, en lugar de trabajar y vivir al día desde los 12 años, disfrutando de su país, su naturaleza, su cultura, su religión. Pero hoy en día es imposible.
Los barcos europeos, chinos o turcos invaden nuestras aguas auspiciados por políticos comprados que engordan sus fortunas a costa del hambre de sus pescadores. Las protestas en la calle no son suficientes, ellos tienen las riendas y los gobernantes europeos los apoyan vestidos en el aura del paternalismo hacia África. No hay opciones para los jóvenes en África, no hay puertas que puedan contener la necesidad de buscar el futuro de la familia en otro lugar.
¿Qué hace que tú puedas estudiar en el país que elijas, que puedas viajar de vacaciones a cualquier lugar del mundo, que todas las opciones se abran ante ti, mientras tras esos otros jóvenes se cierran las ávidas aguas del océano Atlántico?
Nada de esto va a frenar a todas esas personas. No da más miedo morir de un virus que morir lentamente, pueblos enteros, agotadas sus reservas por la instalación de una mina, por la incursión de barcos que arrasan los fondos marinos limitando la producción de pescado incluso para varias generaciones. Ni siquiera da más miedo morir envueltos en las olas durante una tormenta que juega con nuestros barcos como si fueran de juguete.
Esto es un problema global, ninguno de nosotros tiene derecho a mirar hacia otro lado.
Ni los gobiernos europeos deben seguir manejando los hilos de los políticos africanos.
Ni la sociedad africana puede permitirse perder su fuerza encarnada en los millares de jóvenes que emprenden un éxodo que no cumplirá sus expectativas. Que quizás las trunque para siempre.
Ni los ciudadanos de países de acogida pueden caer en el odio y el rechazo hacia personas que no conocen y solo buscan lo que los propios europeos se sienten en el derecho de tener.
A quienes tendrán que enfrentar el problema de acogerlos, es mi deber anunciarles que van a seguir viniendo, que esta crisis sanitaria, social y económica no hará más que agravar las cosas. Vendrán por miles y morirán por cientos en el camino.
A quienes se plantean salir, solo puedo pedirles que no lo hagan. Que no suban a la patera. Que se formen, estudien y trabajen por su país desde dentro. Que esta herida de corrupción y ruina solo puede cerrarse desde lo más profundo, desde donde se abrió. Desde las entrañas del continente. Formando cooperativas, trabajando juntos, uniendo esfuerzos. Los que ya estamos lejos sabemos lo que hemos sufrido, los años perdidos en el camino, los amigos y hermanos muertos. Y no merece la pena. Desde aquí podemos apoyar, impulsar, aportar experiencia y conocimientos. Aprovechemos todas estas enseñanzas que son sólidas. Mejoremos esto por África, por los africanos, por todos. O este será, también para la inmigración clandestina, el peor de los años.
Maguette Sow es autor, junto a Carmen Yanguas, de Palabra de Sow (publicado por la Editorial Mundo Negro). En él, este senegalés va desgranando la historia de su existencia; desde la familia y el trabajo como pescador en su país, hasta su viaje migratorio y las luchas por abrirse camino para vivir en libertad y de su trabajo en España y así ofrecer un futuro mejor a su familia. Esta historia es una contribución para dejar de pensar, de una vez por todas, que los inmigrantes en general, y los africanos en particular, son una fuente de problemas. Sow, y muchos como él, son seres humanos ejemplares, con sus virtudes y defectos, sus aciertos y errores… incansables buscadores de vida, de futuro, de amistad, de crecimiento, de un mundo mejor…
Ver en su sitio original. En la pandemia… el año de las migraciones
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