Miramos a la historia: ¡lo es! Los Estados Unidos nunca han sido esa nación que acoge “a los cansados, a los pobres, a las masas aplastadas, deseosas de respirar libremente”, y esto a pesar de las palabras escritas sobre la Estatua de la Libertad.
En los días pasados, el mundo miró con horror cómo la administración Trump implementaba su política de tolerancia cero y separaba a los padres de sus hijos en la frontera de los Estados Unidos con México. Muchos también se quedaron horrorizados al ver que la Corte Suprema estaba de acuerdo con la administración Trump y ratificaba el veto de ingreso a los Estados Unidos a países con predominancia musulmán.
Para muchos, dentro y fuera de los Estados Unidos, que ven a este país como se ven a sí mismos, es decir como una “nación de inmigrantes”, es fácil considerar lo que pasa actualmente como una aberración y gritar en contra, como muchos lo han hecho, “¡Esto no es los Estados Unidos”! Sin embargo, como historiador, creo que los estadounidenses deben darse cuenta del simple hecho que sí, lo es.
Nunca ha sido fácil “convertirse en estadounidense”. Ser ciudadanos US ha sido un privilegio celosamente guardado que el país ha sido profundamente reacio a compartir a lo largo de su historia – especialmente con la gente de color. A los habitantes indígenas de América del Norte, por ejemplo, no se les concedió la ciudadanía hasta la aprobación de la Ley de Ciudadanía Indígena en 1924.
Cuando se redactó la constitución de los Estados Unidos, los esclavos afroamericanos fueron considerados “tres-quintas partes de una persona” (veas Tenis con grilletes), un estatus que les agobiaría durante siete décadas. Tomaría una sangrienta guerra civil y una enmienda constitucional (la 14ª) para rectificar este “pecado original” escrito en la constitución y para otorgar la ciudadanía a los afroamericanos.
Una vez que, en 1868, la 14a enmienda otorgó la ciudadanía a “todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos”, se erigieron nuevas barreras para no dejar pasar a los “indeseables”. En 1882 se promulgó la Ley de Exclusión China, que prohibió la entrada de personas de ascendencia china durante las siguientes ocho décadas.
Alarmados por una avalancha de actos terroristas violentos y la afluencia de “razas inferiores” como italianos y judíos que practicaban religiones ajenas, los Estados Unidos se emplearían a hacer pasar la Ley de la Origen Nacional en 1924 para establecer cuotas que esencialmente prohibieron a los de Europa del Sur y Europa oriental la entrada a los Estados Unidos durante las siguientes cuatro décadas.
Además, los Estados Unidos tiene una larga historia de separación y / o internamiento de familias de color, ciudadanos o no. Durante los días de la esclavitud, los propietarios solían vender los miembros de las familias esclavas a diferentes propietarios, desgarrando así los lazos familiares que los esclavos se habían construido durante esa masiva opresión. A menudo se separaban a los niños de los indígenas de sus familias y se los enviaba a internados administrados por el gobierno; allí eran castigados por hablar en sus propios idiomas y nunca más veían a sus padres.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se enviaban a los ciudadanos de origen japonés a campos de concentración porque se los consideraban una amenaza para la seguridad nacional. De hecho, la decisión del Tribunal Supremo, a favor del veto impuesto a ciertos países, se debe en parte al deseo de repudiar la constitucionalidad del internamiento japonés, algo mantenido por el Tribunal Supremo durante el último medio siglo.
Esta es una historia dolorosa y, para aquellos estadounidenses que se atienen a la narrativa escrita en la Estatua de la Libertad, que son una nación que acoge “a los cansados, a los pobres, a las masas aplastada, deseosa de respirar libremente”, difícil de aceptar. Esta historia se opone a todo lo que muchos norteamericanos creen que su País representa. Sin embargo, esta es la realidad de la historia.
¿Cómo puede todo esto suceder una y otra vez? Todo comienza con el lenguaje. Las palabras tienen importancia y también la manera con qué hablamos de las personas tiene importancia. En el tour Irish Outsiders (organizada por el Tenement Museum de Nueva York, del cual soy presidente), contamos la historia de los Moores, una familia irlandesa que emigró a los Estados Unidos en la década del 1860 y tuvo que enfrentarse a una ola de prejuicios anti-irlandeses. Veo de forma repetida el shock de los visitantes cuando les mostramos las caricaturas de entonces en que los irlandeses eran representados como simios infrahumanos.
De nuestros días, cuando cualquiera puede ponerse una camiseta con “Kiss Me, I’m Irish!” en el Día de San Patricio, es difícil creer que alguna vez los irlandeses fueran considerados una raza “inferior” e “infrahumana”. Pero en el siglo 19º sí lo fueron, y en consecuencia, los empleadores no tenían reparos en insertar rutinariamente en anuncios de trabajo la cláusula “No se necesita irlandeses”. Si no eran del todo humanos, ¿por qué contratarlos?
Por eso, el lenguaje que se utiliza en los debate sobre la inmigración en los Estados Unidos es muy preocupante. Las recientes expresiones del presidente Trump que tilda a los inmigrantes de “animales” que buscan “infestar” a los Estados Unidos son muy alarmantes.
Describir a un entero grupo como infrahumano nunca termina bien: les da permiso a aquellos con poder para hacer lo que quieran con esa gente. Si alguien no es completamente humano, entonces no les debemos respeto ni dignidad. Podemos desgarrar a sus familias, como hicieron los Estados Unidos con los esclavos afroamericanos, y con los jóvenes nativos en tiempos pasados, o arrojar a sus niños pequeños en cuarteles de “tierna edad”, como ha sucedido últimamente en la frontera con México. Si alguien es menos que humano, puedes hacer lo que quieras con ellos.
Lamento decir que lo que sucede en las fronteras de los Estados Unidos, aunque es incompatible con los ideales estadounidenses, es demasiado coherente con las realidades históricas del País. Los Estados Unidos no puede permitirse el lujo de pensar que la ola de protestas actual en torno a la inmigración llega desde el vacío, y que el norteamericano común no tiene un papel que jugar. Nuestra historia atestigua el hecho de que no podemos hacernos de la vista gorda a la retórica cruel y deshumanizante hacia cualquier grupo de personas vulnerables, no importa cómo se justifique o quien esté en contra. Las consecuencias son claras.
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