La experiencia del final comienza desde el principio. De hecho, es ya con su primer aliento cuando la vida empieza a morir. Es nuestra condición ineludible de finitud, es nuestra condición de seres mortales. Como recordaba el Eclesiastés, la vida es sólo un breve soplo de viento entre dos nadas: la que precede a nuestra venida al mundo y la que acompaña a nuestro fin.
Desde este punto de vista, todo ser vivo comparte la muerte como último destino. Pero la muerte para el ser humano, como recordaba Heidegger, no debe entenderse en absoluto como la última nota que cerraría la melodía de la existencia, sino más bien como "una inminencia que se cierne".
Los animales, como las hojas de un árbol, perecen, pero no llevan en su vida la conciencia de su destino finito, no conocen la inminencia de la muerte. Su vida es una vida plena, una vida dichosa, una vida eterna. Por el contrario, la forma de vida humana está afectada desde su origen por su fin, no puede escapar a la presencia de la muerte ya en vida.
La muerte, de hecho, no es sólo nuestra muerte o la muerte de otros, sino que es una experiencia que encontramos en nuestras vidas cada vez que nos enfrentamos al trauma de la pérdida. Por eso Freud concibe la existencia humana como el resultado de una continua serie de separaciones: de la vida intrauterina, del pecho materno, de la presencia de la madre, del propio núcleo familiar. Cada vez que la vida avanza, está destinada a perder una parte de sí misma. Hegel también lo recordó a su manera: la condición para que la semilla brote de la tierra es su putrefacción. Sólo los animales o los dioses, como reconocía Aristóteles, escapan a la carencia que caracteriza nuestro ser mortal. En este sentido, nuestro fin ya está anunciado desde el comienzo.
Sin embargo, la experiencia del final sigue siendo una experiencia propia de la vida. Es una encrucijada la que se nos plantea: por un lado, el devenir del tiempo impone su ley inexorable. También en este caso podemos evocar las palabras del Eclesiastés: venimos del polvo y al polvo estamos destinados a volver sin escapatoria. Pero, por otro lado, el polvo en sí mismo, tal y como enseña el extraordinario arte de Giorgio Morandi y Claudio Parmiggiani, es algo que permanece en el paso del tiempo. Es el signo de una presencia -por frágil, aérea e insustancial que sea- que nunca se deja reducir a la nada.
Las innumerables muertes y pérdidas que rodean y atraviesan nuestras vidas, ¿no permanecen siempre con nosotros, no son presencias que han tomado la forma de ausencias o ausencias que siguen presentes? ¿Acaso no somos formas de vida destinadas a llevar con nosotros lo que hemos perdido definitivamente? Mientras que la vida animal vive siempre en un presente sin pasado y sin mañana -es la vida inmersa en la pura inmediatez de la vida-, la vida humana, en cambio, parece ser una vida marcada por la ausencia. También en este sentido, el final de la vida siempre forma parte de la vida. El dolor de un abandono, la pérdida de un amor, la traición de un ideal, el desmoronamiento de un proyecto al que nos habíamos dedicado con pasión, la separación de la tierra en la que nacimos, pero también el recuerdo de todo lo que ha sido y ya no es, son todas experiencias en las que la ausencia se hace presente, son todas experiencias que nos enfrentan al enigma del fin.
No sólo ocurre en el momento de nuestra salida irreversible de la vida, sino que es lo que acompaña cada momento de nuestras vidas. El final de la vida sigue siendo, de hecho, un momento de vida, un pasaje en el que es posible hacer algo de uno mismo, una oportunidad para dar testimonio de una existencia recogiendo las voces de quienes la han acompañado. Convertirse en polvo no significa caer en el olvido, desaparecer, sino ser algo que permanece, que no puede destruirse por completo, que resiste a la violencia de la muerte.
Recuerdos imborrables, palabras inolvidables, olores inconfundibles, momentos de alegría y tristeza, de baile y emoción, pero también simples gestos cotidianos que quedan grabados en nuestra memoria. Ésta es la lección más profunda del polvo: ¿no es el polvo el signo de algo que permanece incluso en el paso del tiempo? Así pues, no sólo el polvo como signo del paso del tiempo, sino el polvo como signo de algo que nunca es completamente destruido por la inexorable naturaleza del devenir, signo de algo que permanece, de hecho, indestructible.
¿No es esto lo que ocurre con nuestros innumerables muertos? Polvo que puede permanecer con nosotros como si fuera luz. ¿No es éste el momento fundamental de la herencia? ¿Qué es lo que conservamos en nuestro interior de quienes nos han dejado? ¿Qué llevamos dentro de nuestros corazones de esa presencia que ahora se ha vuelto ausente? ¿Cuánta luz somos capaces de extraer del polvo de nuestros innumerables muertos?
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