Los límites de la persona humana no coinciden con su epidermis. Nuestro yo y nuestro nosotros se cruzan de forma directa o indirecta con todo lo que nos rodea, con el territorio. "Si la verdadera y más sana de las medicinas es la prevención, ésta pasa necesariamente por la salud del entorno en el que estamos inmersos". Hay un término que vincula la atención al bienestar de la persona y que caracteriza un entorno sano, la pandemia y la guerra en Europa lo han confirmado: ese término es ‘cuidar’ y la forma más importante de cuidar hoy en día es la ‘conversión ecológica’.
Soy miembro y uno de los fundadores de la Asociación Laudato sí, una alianza por el clima, la Tierra y la justicia social, fundada en 2015, inmediatamente después de la publicación de la encíclica homónima del Papa Francisco. Lo que creemos que constituye el núcleo de esta encíclica, que consideramos el documento político más importante de este fin de siglo, es el vínculo indisoluble que en ella se traza entre justicia social y justicia medioambiental.
La justicia no es quietud, sino lucha, conflicto o iniciativa.
¿Qué es la justicia social? Es el respeto de los derechos inalienables de todo ser humano, lo que presupone una lucha sin cuartel contra las desigualdades macroscópicas que caracterizan a la sociedad actual en todas partes. ¿Y qué es la justicia medioambiental? Es el respeto de los derechos de la naturaleza o, mejor dicho, de la creación y de cada una de las criaturas, es decir, de lo que los laicistas llamamos ‘el mundo’. Esos derechos corresponden a las condiciones que hacen posible la perpetuación y la regeneración de cada especie viva y de su hábitat físico, climático y biológico, dada la interconexión que une a todos los seres vivos y a éstos con una vida humana digna de ese nombre.
Esta interconexión es también la base del principio "Un planeta, una salud", que señala la continuidad entre la salud de los seres humanos, la del resto del mundo vivo y del planeta en su conjunto. Pero también es un principio que subraya el hecho de que los límites de la persona humana no coinciden con su epidermis; que nuestro ‘yo’, nuestro ‘nosotros’, se extiende mucho más allá de nuestro cuerpo, cruzándose directa o indirectamente con todo lo que nos rodea; mientras que el sustrato geológico que nos sustenta, el aire que respiramos, el agua de la que estamos en gran parte compuestos y la existencia de todos los seres vivos, empezando por las bacterias de nuestro cuerpo y pasando por los alimentos que produce la tierra, penetran profundamente en nuestro organismo.
Si la verdadera y más sana de las medicinas es la prevención, ésta pasa necesariamente por la salud del entorno en el que estamos inmersos. No se puede estar sano en un mundo enfermo, nos ha recordado Francisco; al mismo tiempo la salud (pero a este punto yo diría, sobre todo la salud mental) de los seres humanos, que son los custodios de la creación, es condición indispensable de un medio ambiente sano: tanto local como planetario.
Esta continuidad entre el ser humano y el mundo que lo rodea supone una revolución cultural de gran envergadura con respecto a la cosmovisión que llegó con la modernidad, que es un término delicado para referirse al capitalismo. Con ella, en efecto, como teorizó Descartes, se produce una discontinuidad radical entre el ser humano y el resto del mundo; entre el espíritu, prerrogativa del hombre dominante (implícitamente blanco, masculino y europeo), y la materia inerte, a la que quedaron reducidos todos los demás seres que pueblan la Tierra, incluidos los "salvajes", es decir, los pueblos indígenas de las nuevas colonias y las mujeres.
Esa dicotomía está hoy superada por la sensibilidad, incluso antes que por el pensamiento, de la cultura anti especista, cada vez más extendida entre una parte sustancial de las nuevas generaciones, la de Greta. Pero su historización, es decir, su ubicación dentro de los límites de la cultura occidental y de una fase concreta de la historia de la humanidad, es una adquisición de la antropología contemporánea, que obviamente ha encontrado apoyo y legitimidad en el estudio de numerosas culturas indígenas todavía muy ligadas al medio natural en el que se desarrollaron.
Se trata de culturas, especialmente las latinoamericanas, que en parte inspiraron también la encíclica Laudato sí; algo explicitado por el papel del Papa Francisco en el sínodo sobre la Amazonia.
Y es obviamente superada, esa dicotomía, también por el principio One Planet One Health (Un planeta, una salud); pero ciertamente no por la mayoría de las prácticas médicas actuales. Para una persona ajena al mundo de la medicina como yo, la brecha entre el concepto de Una Salud y la medicina actual sigue pareciendo abismal.
La permanencia de una cultura que separa al hombre del medio ambiente, al cuerpo humano de la naturaleza, está probablemente en el origen de la atención que la ciencia médica moderna ha centrado en la terapia, en el tratamiento del cuerpo enfermo, en detrimento de la prevención, del tratamiento de lo que mantiene o altera "desde fuera" las condiciones de un cuerpo sano: empezando por la alimentación, el agua y el aire, temas relegados en su mayor parte a otras disciplinas.
Con ello, la medicina de la modernidad ha renunciado también a la búsqueda en el medio natural de los numerosos remedios utilizados por los métodos curativos tradicionales, una prerrogativa durante siglos del saber de las mujeres que fue aplastada con y al mismo tiempo por la caza de brujas que hizo estragos durante varios siglos en Occidente. Hoy en día, el impulso de buscar en los procesos naturales los medios para hacer frente a las molestias y enfermedades reaparece en ciertas teorías y prácticas de la medicina natural o tradicional que han sido marginadas, mal toleradas o directamente execradas y prohibidas por la medicina oficial.
Pero la farmacología industrial, con sus indudables éxitos, ha llegado a asumir un cuasi monopolio sobre gran parte de la práctica médica, que a menudo se reduce a nada más que la prescripción de medicamentos diseñados, desarrollados, fabricados y vendidos por un puñado de empresas lo suficientemente poderosas como para dictar la mayoría de los protocolos terapéuticos, a las que ahora se denomina con el acusador término de Big Pharma.
El aislamiento del cuerpo humano de su entorno también ha hecho que las prácticas médicas más complejas se hayan concentrado en hospitales cada vez más grandes y tecnológicos, también sustancialmente aislados del territorio y cada vez más en manos de los fabricantes de los equipos correspondientes, mientras que la medicina territorial, la que está en contacto con la comunidad y que, por tanto, podría conocer mejor los riesgos de cada entorno individual, se ha ido reduciendo y desprofesionalizado progresivamente.
Este es el modelo de sanidad que lo hace posible y promueve la privatización, mientras que una medicina territorial y medioambiental necesitaría, para desarrollarse, un control directo de la comunidad, que sólo es posible en un contexto público.
La pandemia ha sacado a la luz las consecuencias de esta deriva: los fracasos iniciales, atribuibles sin duda al desconocimiento del virus, concentraron las intervenciones médicas en los hospitales, convirtiéndolos a menudo en focos de contagio por los que muchos médicos y enfermeras pagaron también un alto precio. Pero para luchar contra el virus se descartaron importantes soluciones estructurales como la adquisición de más espacio abierto, la ventilación de los locales, el aumento de los transportes, el escalonamiento de los turnos, etc., y se impusieron medidas extemporáneas como las mascarillas y los encierros, sin tener en cuenta sus consecuencias sobre el equilibrio psicofísico, especialmente en los niños y los adolescentes.
Básicamente, todo se ha reducido primero a esperar y luego a administrar vacunas. Es decir, medicamentos producidos "a última hora", nunca suficientemente probados, de los que las empresas fabricantes dispusieron tanto y como quisieron, tanto en términos económicos, negociando en secreto precios, cantidades y destinos -y discriminando a los Estados incapaces de pagarlos-, como en términos de información, descuidando, hasta el punto de desperdiciar otros medicamentos ya adquiridos, la investigación, la experimentación y la práctica de soluciones farmacológicas distintas a la vacuna que también estaban dando buenos resultados.
Así, se necesitaron dos años para saber que esos medicamentos no protegían ni contra el contagio activo ni contra el pasivo (como confirmó recientemente en el Parlamento Europeo un alto ejecutivo de Pfitzer; lo que habría hecho completamente inútil la institución del green pass), que su eficacia era sólo de unos meses y que sólo protegía contra las formas más graves de la enfermedad, algunas de las cuales podían evitarse si se atajaban a tiempo. Y sin lanzar nunca una encuesta epidemiológica para medir su eficacia y sus reacciones adversas, de las que, por otra parte, la mayoría de los médicos se vieron empujados de diversas maneras a no tomar nota.
El ostracismo hacia los no vacunados, sobre todo si eran médicos, acabó también por consolidar el monopolio de la vacuna en detrimento de otras terapias que habían sido validadas entretanto.
Existe, sin embargo, un término que une la atención a las condiciones que caracterizan el bienestar de los seres humanos, que es el concepto mismo de salud, y la atención para un medio ambiente sano, es decir, su capacidad de reproducirse y regenerarse. Ese término es ‘cuidado’. Es un término que no se refiere únicamente a las actividades a las que se encomiendan profesionalmente los médicos, porque incluye sobre todo aquellas a las que han sido relegadas las mujeres desde la noche de los tiempos; hasta el punto de que el cuidado se equipara muy a menudo con el llamado "trabajo reproductivo", por oposición al trabajo productivo: el que produce bienes, valor, beneficios.
Ese concepto incluye no sólo las actividades, en gran medida no reconocidas, relacionadas con la reproducción de la vida y la familia, sino también aquellas, aún más desconocidas, que consisten en mantener unida a una comunidad a través de una serie de lazos informales que sólo se notan cuando desaparecen.
Como ocurre, por ejemplo, en aquellos territorios en los que una emigración masiva de mujeres, empleadas para atender a familias lejanas como trabajadoras domésticas o cuidadoras, priva a la comunidad de ese tejido que la mantenía en pie: los hombres que se quedan, en su mayoría en condiciones de dependencia y marginación, no saben cómo mantenerla, no saben cómo cuidarla.
Ahora, ante la crisis climática y medioambiental que se cierne sobre toda la humanidad, ¿cuál es el cuidado para el planeta al que deben dedicarse quienes pretendan luchar para detener esta deriva? Esa cura es la conversión ecológica: un concepto introducido en el léxico político por Alex Langer hace casi treinta años y retomado con fuerza por el Papa Francisco en su encíclica Laudato sí.
Ojo, los términos transición y conversión no son equivalentes, aunque ambos lleven el mismo adjetivo -ecológico- y a menudo se utilizan indistintamente.
La transición ecológica (tal como la entiende Roberto Cingolani) es una transición destinada a salvar, es decir, a preservar en la medida de lo posible, no sólo el aparato productivo actual - y, en consecuencia, también sus producciones, incluida la cada vez más importante de las armas -, reduciendo su impacto sobre el medio ambiente. Por supuesto, con las renovables; pero sobre todo con la captura de carbono, continuando con los combustibles fósiles, y con la energía nuclear, que ponen en alto riesgo la salud de todos, a la espera del ave fénix de la fusión, que "algún día", por cierto, todavía muy lejano, nos proporcionará toda la energía que necesitamos, sin residuos y sin daños, "como hace el sol", permitiendo a la civilización seguir su curso por la senda ya marcada del crecimiento, del desarrollo y del progreso.
La reconversión ecológica es otra cosa: más difícil de concebir y aún más difícil de realizar, pero más realista, porque enfrenta los límites de nuestro planeta y no sólo cuestiona la necesidad de abandonar una serie de producciones que son malas para quienes trabajan en ellas, quienes sufren sus impactos y quienes las utilizan. Sino que también impone un estilo de vida diferente, marcado por la sobriedad en el consumo, el reparto de los bienes comunes y la primacía dada a la calidad de las relaciones, no sólo con nuestros vecinos humanos, sino también con el territorio y todos los seres vivos animales y vegetales que lo habitan: en otras palabras, la búsqueda de la salud, en el sentido amplio de un bienestar global.
Por supuesto, como enseñó Alex Langer, para que la reconversión ecológica arraigue debe convertirse en algo socialmente deseable. Y la cultura dominante no facilita este cambio de perspectiva. Pero la alternativa planteada por los partidarios de la transición ecológica también será cada vez menos deseable, y menos aún por los partidarios del statu quo, negadores de la crisis climática y medioambiental en la práctica cuando no también en la teoría.
Porque a estas alturas está claro, y lo estará cada vez más, que la alternativa a la reconversión ecológica no es un "bienestar" basado en un consumo creciente y generalizado y un PIB cada vez mayor, sino un régimen cada vez más discriminatorio de "austeridad", desempleo creciente y precariedad. Y luego, la guerra.
Sí, porque en lugar de la reconversión ecológica o mejor dicho, para acelerar el ritmo de la crisis climática, cuyo punto de inflexión, es decir, el umbral de la irreversibilidad, ha sido fijado por los expertos en 2030, es decir, dentro de seis años - y tal vez para anticiparlo con una carnicería nuclear - a los compromisos contraídos en la cumbre de París y mal confirmados en la de Glasgow, los "Grandes de la Tierra", es decir, nuestros gobernantes, han decidido recurrir al sistema más antiguo, y hoy el más destructivo, para atacar nuestra salud, nuestro bienestar, nuestras vidas: la guerra.
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