El 737 de Sudan Airlines corre en la pista de Wau. Miro hacia abajo mientras el suelo se ensancha hacia el horizonte, pintando árboles de mango y acacias sobre arena gris y rojiza y dando a la maleza y los arbolitos un aire de abortos de la naturaleza. Las pequeñas chozas de barro y paja están desparramadas por aquí y allá: las casas con techos de zinc se alejan rápidamente tan pronto como el avión se eleva dejando el cielo de la ciudad.
Contemplo las tierras sin fronteras de Wau. El territorio fluye detrás de nosotros y de repente una nube de recuerdos me devuelve al pasado. Wau! Un nombre que escuché hace mucho tiempo, por primera vez en 1957, cuando entré en la familia Comboniana. Nannetti, un padre que había regresado recientemente a Italia desde Sudán, debería enseñarnos la geografía europea. De hecho, para nuestra alegría, pasaba el tiempo hablándonos de su experiencia misionera y así nos familiarizamos más con nombres de los grupos étnicos cuales Shiluk, Dinka, Nuer, Bari, Acholi y de lugares como Juba, Rumbek, Malakal, Wau y Gondokoro que de las capitales europeas y de los ríos españoles y franceses. Guiados por su fantasía, perseguíamos leones y elefantes, antílopes y gacelas en esta sabana africana. ¿No era Bahr el Ghazal, tierra de gacelas, parte del Sudán?
De repente, una página inesperada de la historia echó a perder tantos sueños. En 1959, el gobierno islámico de Jartum decidió la deportación de unos primeros misioneros. Algunos fueron a Isiro, en el norte de Congo, donde se encontraron con el martirio en 1964. Otra gran deportación se produjo en 1964 y en la parte sur del Sudán quedaron pocos misioneros, aquellos de nacionalidad sudanesa. No pasó mucho tiempo y estalló la rebelión de los grupos étnicos del sur de Sudán (cristianos y animistas) contra Jartum, cada vez más dominada por la ideología extremista islámica y árabe. Siguió una larga guerra y en este desierto, la mayoría de los animales exóticos fueron cazados y desaparecieron. John Garang, el gran líder del SPLA (Ejército de Liberación Popular del Sur) logró unificar a los grupos rebeldes y obligó a Jartum a sentarse en la mesa de negociaciones. Habría preferido mantener la unidad del país a condición de una amplia y garantizada autonomía para la parte sur del país. Garang murió en un accidente de helicóptero y los nuevos líderes impusieron a Jartum un referéndum sobre la independencia, seguido de la propia independencia. Un nuevo país, el último en la historia mundial, nació el 9 de julio de 2011 con el nombre Sud Sudan.
La alegría y la esperanza de un futuro brillante pronto, demasiado pronto, dieron lugar a conflictos y batallas por el poder y la riqueza: el descubrimiento del petróleo fue la chispa que encendió los ánimos de los diferentes grupos étnicos. Los Dinka prevalecieron e impusieron su dominio. Guerra abierta, guerras de guerrilla, rebeliones, reuniones por acuerdos de paz, suspensión de la lucha, diálogos nacionales e internacionales se han multiplicado durante ocho largos años.
La voz del capitán que nos pide abrocharnos el cinturón de seguridad porque se acerca una turbulencia me devuelve al presente. Decido revisar los siete días que he pasado en Wau. Allá visité el hospital Comboni donde cada día 400 personas, entre ellas varias docenas de niños, reciben atención. En esos días, la pastoral diocesana de salud con el apoyo de la Cruz Roja Suiza ha organizado las presencias de especialistas para intervenciones oftalmológicas. Cien pacientes, con la remoción de la catarata, han recuperado la vista, mientras que unos tres mil no han recibido más que una promesa para un futuro cercano o lejano.
Con Mateo, un amigo que en los cincuenta años ha dejado su puesto de profesor en el Politécnico de Milán para pasar su vida en Sudán del Sur, cruzamos varias veces a pie la ciudad de Wau. La arena y el polvo son rojizos como los niños que nos saludan sonrientes y repiten su lección de inglés del día: "Ayer fue ¿Cómo estás?, hoy ¿Cómo te llamas?", me comenta Mateo. Donde sea que ingresemos, en el Instituto de Capacitación de Salud o en la escuela secundaria jesuita, o en la primaria de las hermanas salesianas con sus 1.200 estudiantes, todos lo saludan con una alegría de sincero afecto. Están contentos de verlo pero luego pasan rápidamente a preguntas como "¿Trajiste las lámparas LED que buscábamos?", "¿Qué pasa con el motor de arranque del generador?" "¿Tienes tiempo para arreglar mi computadora?", y así de seguida.
En el cementerio local, me encuentro con las tumbas de una docena de Misioneros Combonianos. Algunos de ellos ya estaban enterrados cuando todavía no tenían 29, 32, 36 años. Entre ellas se encuentra la tumba del hermano Josué dei Cass, quien pasó su vida entre los leprosos y leproso murió.
Cerca de la catedral entramos en lo que llaman POC, Protection of Civils, que en realidad es un campamento para desplazados de 8.000 personas. Muchos niños y jóvenes saludan a Mateo por su nombre. Este POC es el más pequeño; el mayor es el trabajo del programa ONU y ha llegado a acomodar hasta 40.000 personas, mientras que ahora no hay más de 13.000. Muchos han regresado a sus hogares y aldeas. Pequeño signo de esperanza. Veo los desagües para el agua lluvia, las chozas separadas entre sí por callecitas rectas y limpias. Se han hecho muros de contención y áreas de relleno para evitar que la erosión y el lodo penetren en cualquier lugar. Visitándolo, me reconcilio un poco con la ONU. Hicieron un buen trabajo, comenta Mateo.
Cuando no vamos a pie, para movernos tenemos muchas opciones: boda, raksha y tuku. El último es para los materiales, el segundo es una motocicleta de tres ruedas y más costosa. Damos prioridad a la primera y la discusión sobre el precio me hace sonreír: 300 libras sudanesas (es decir, un dólar y 5 centavos de dólar) o 250 libras (93 centavos de dólar) para los dos juntos y 20 minutos de viaje. Uno se desplaza sin problemas y puede caminar con seguridad por las calles anchas y bien marcadas: Wau será una ciudad maravillosa cuando vuelva la paz. Pero, ¿cuándo volverá esta paz tan deseada?
Cinco de los ocho meses de la transición para los acuerdos finales de paz ya han pasado sin que nada se haya hecho. Los soldados deberían estar confinados en campamentos militares, pero la población no ha aceptado las primeras propuestas porque temen a tener al ejército cerca. Se dice que los oficiales Dinka andan reclutando a jóvenes para reemplazar a los soldados que eventualmente podrían ser confinados en los campamentos. Cuando salgo de la ciudad con un sacerdote local, debemos detenernos en varias barreras donde recibimos miradas y palabras de sospecha. Las ONG, los programas de la ONU son vistos como un apoyo a los rebeldes: sin comida, medicinas o ropa, los rebeldes ya se habrían rendido, piensan los del gobierno.
La visita a la universidad católica me llena de tristeza. Edificios obsoletos, pocos estudiantes, ningún futuro a la vista. Sin embargo, Mateo ha organizado como último momento para mi visita, una reunión con una docena de jóvenes mujeres, estudiantes o finalistas de la Universidad Católica en la facultad de agricultura. Estoy aquí para un seminario sobre acaparamiento de tierras y tengo curiosidad de escucharlas.
Sentados en el pasillo de un edificio antiguo que Mateo ha rehabilitado para albergarlas, compartimos un panettone que acabamos de traer de Italia y lo regamos con un buen vaso de agua tibia en el sol abrasador de la tarde. Les hago varias preguntas. ¿Saben qué es el acaparamiento de tierras? ¿Han escuchado que el 8-10% de las tierras de Sudán del Sur ya han sido tomadas por compañías extranjeras? ¿Qué piensan de la Ley de Tierras del 2009, de la plantación de azúcar en Mangala, del Nile Trading and Development - una compañía con sede en Texas -, o de la compañía Al Ain National Wildlife con sede en los Emiratos? Ninguna señal que exprese conocimientos o interés por su parte.
Sin embargo, cuando traigo el tema del derecho de las mujeres a poseer tierras o la implicación de la propiedad de tierras para los derechos de las mujeres, la libertad de elección del matrimonio y la autoridad de las mujeres en la vida familiar y social, la discusión sube de tono. La imagen que me pintan no puede ser lo más negativa de una sociedad pastoral cerrada, aislada, retrógrada y regresiva. Sonríen, sacuden la cabeza y se dan la mano, balancean su dedo índice en una expresión indescriptible de descontento y frustración. Aunque existe un consenso general sobre lo que se está diciendo, una voz concluye todas las intervenciones con un "sin embargo", un "a pesar de esto", un "no importa cómo" y un "tal vez". Es María, la más pequeña y delgada de todas, la que parece ser la más rústica. "Mi madre me ayudó a llegar a la universidad", "Mi padre aceptó mi rechazo de un matrimonio prematuro", "En mi familia ya se decidió qué terreno será el mío", "Puedo hablar frente a los ancianos". "Sí - y es ella quien concluye la reunión -, estamos lejos de los objetivos que nos proponemos, pero estamos en el camino correcto, aunque sea al principio".
Los derechos de las mujeres parecen ser el ícono de la paz: aún no se ven en el horizonte, pero los sueñan como una esperanza. Como esperanza, también todos sueñan la paz.
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