Todo el mundo habla de paz. Pero parece que no todo el mundo se da cuenta de las diferentes formas que tiene la gente de entender «la paz y el pacifismo». Una reflexión a partir de la sociedad italiana.
Hoy, en Italia, ser pacifista significa tres cosas. El primer significado es el expresado en el artículo 11 de nuestra Constitución y que Maurizio Caprara resumió muy bien en las columnas del Corriere. Es decir, significa rechazar para nuestro país cualquier política agresiva de carácter nacionalista, colonialista o lo que sea. Al mismo tiempo, y como consecuencia, significa rechazar la idea y la práctica de que las disputas internacionales pueden decidirse a cañonazos y, por tanto, inevitablemente, a favor de quien tenga más cañones.
En este sentido, no cabe duda de que en nuestro país el frente pacifista, llamémoslo así, es muy amplio. Desde el ministro de Asuntos Exteriores, Antonio Tajani, y el de Defensa, Guido Crosetto, hasta los más siniestros izquierdistas, no sólo no veo a nadie predicando la necesidad de que Italia se embarque en una aventura militar, sino que no hay nadie que quiera poner cara de fiera o enseñar los músculos ante nadie. En resumen, aquí todos o casi todos somos pacifistas.
Pero junto a lo que ahora he dicho, hay otros dos tipos de pacifismo: el pacifismo según las circunstancias y el pacifismo de la irrealidad.
El pacifismo según las circunstancias es el que aplican sus partidarios a uno solo de los dos beligerantes. Naturalmente al que por cualquier razón política o ideológica no gusta y al que por tanto se atribuye siempre la responsabilidad de la guerra, ordenándole perentoriamente que se detenga. El modelo clásico de este pacifismo son los «partisanos de la paz» de antigua memoria, la organización de los Partidos Comunistas, incluido el italiano que, en los años de la Guerra Fría, obedeciendo las órdenes de Moscú, «defendían la paz» presentando a los Estados Unidos como una especie de agresor en servicio permanente: militarista, imperialista, sólo deseoso de desencadenar una guerra atómica contra la Unión Soviética a la primera oportunidad. Esta última, por el contrario, era presentada como un país «amante de la paz» por definición, todo sanos principios y buenas obras.
Con las variantes oportunas, es el mismo pacifismo que hoy insta a los ucranianos a dejar de defenderse - y, por tanto, a dejar de pedirnos armas para hacerlo -. Porque de este modo esos necios sólo evitarían que Putin ganara y se convirtiera así en el amo de su país. Este es el pacifismo que podríamos llamar rendición como mejor camino hacia la paz. El mismo, sin embargo, guarda esencialmente silencio si Hamás ataca a Israel de la forma que se sabe y se cuida de ni siquiera exigir que al menos se devuelvan los rehenes capturados.
Sin embargo, lo que quizá esté más extendido es el pacifismo de la irrealidad. El pacifismo de la irrealidad porque, contradiciendo audazmente milenios de historia humana, sus partidarios están convencidos de que la guerra no es, por desgracia, una regla trágica de esa historia, la forma que siempre han utilizado las más diversas colectividades humanas y los Estados para resolver sus disputas cuando piensan no sólo que todas las demás formas de hacerlo son inútiles, sino también, por supuesto, que pueden prevalecer. No, la guerra no es la regla: es la excepción. Básicamente se debe a los sucios intereses de unos pocos (en primer lugar, los comerciantes de armas) o a la pérfida naturaleza de unos pocos gobernantes y sus locas ideas.
De este modo, la guerra sale de la historia para convertirse en una ruptura de carácter puramente criminal en el ordenado desarrollo de las cosas: igual que el asesinato lo es en la ordenada vida de una comunidad. Esto tiene la consecuencia decisiva de devolverla, y como tal, al ámbito del derecho, de los códigos y de los tribunales. No estoy discutiendo las razones históricas (nazismo, juicios de Nuremberg, etc.) y las buenas intenciones que hay detrás de este fenómeno, sino las consecuencias que ha tenido en la mentalidad y el sentimiento colectivos.
La primera y más obvia es el abismo evidente -en una cuestión política crucial como la guerra y la paz- entre la opinión pública y las sensibilidades culturales de Occidente y las del resto del mundo. Por un lado, el recurso a las armas se considera siempre un asunto potencialmente penal que puede abrir las puertas de la cárcel; por otro, una dimensión más o menos normal de la política. El desequilibrio radical resultante en la disposición psicológica de quienes tienen las más altas responsabilidades en el gobierno y deben tomar decisiones es evidente.
Pero quizá la consecuencia más importante no sea ésta. Radica, más bien, en la mentalidad que ahora amenaza con imponerse entre nosotros. Una mentalidad dominada por un irenismo engreído de su propia irreprochabilidad ética y que sustituye los buenos sentimientos a la realidad. Un irenismo trágicamente optimista, inconsciente de que para evitar la guerra no basta con que seamos pacíficos porque sería necesario que todos los demás también lo fueran; un pacifismo que mientras el horizonte quema por mil conflictos ardiendo por doquier, insiste en imaginar un mundo felizmente desmilitarizado. Que, sin embargo, según lo que se ve alrededor, corre el riesgo de ser, al final, sólo nuestro.
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