Hace mucho, mucho tiempo, en el principio de los tiempos, cuando el hombre y las bestias eran hermanos y no levantaban la mano unos contra otros, el mundo era un lugar maravilloso. De las colinas manaba agua dulce, la tierra era fértil y los cultivos florecían. Había suficiente, y más, para todos. Sin embargo…
El Gran Dios que había creado el mundo habitaba en lo alto de la montaña sagrada donde ningún hombre podía poner el pie. Estaba satisfecho con el resultado de su trabajo. Satisfecho salvo por una cosa.
Aunque las peleas eran desconocidas, las discusiones no lo eran, ¡y el hombre había demostrado ser la criatura más pendenciera de la tierra! Cada vez que dos hombres de tribus diferentes se encontraban, se acuclillaban sobre sus ancas y discutían sobre cuál de sus respectivas tribus era la mejor.
Incluso en las aldeas, entre su propia gente, pasaban muchas horas discutiendo. Trataban de encontrar la respuesta a la pregunta de por qué esta vaca era parda y aquella era blanca y negra, o si esta esposa o aquella era la mejor cocinera.
Una vez, los hombres de una aldea se sentaron con las piernas cruzadas alrededor del fuego toda la noche, hasta que las estrellas del cielo aterciopelado se oscurecieron y se desvanecieron al amanecer, discutiendo dónde habían ido las llamas del fuego cuando sólo quedaba el carbón apagado y brillante.
Al Gran Dios no le habría importado que los hombres hubieran sido capaces de llegar a sus propias conclusiones en cada discusión, pero no podían, y cada una terminaba de la misma manera. Como el hombre tenía prohibido pisar la montaña sagrada, enviaban a uno de los animales a pedir la respuesta al Gran Dios.
No sólo el Gran Dios estaba molesto con esta situación. La montaña estaba muy lejos de las aldeas de las tribus y sus laderas eran muy empinadas, por lo que, al final del viaje, los animales estaban muy cansados. Y así ocurría que cada vez que empezaba una discusión todos los animales huían y se escondían en lugares donde no pudieran ser encontrados.
Esto es lo que ocurrió el día de la última gran discusión cuando muchas tribus se reunieron en una aldea. Era sobre el sueño. ¿Dónde, dijeron, va un hombre cuando su cuerpo duerme? Mencionaron los sueños que se le ocurren a un hombre durante esas horas oscuras. ¿Los vive o no los vive?
Las palabras iban y venían, ahora apoyando esta teoría, ahora aquella otra, y seguían sin encontrar una respuesta. Los animales, dándose cuenta de que esta discusión acabaría de la misma manera que tantas otras, hacía tiempo que habían encontrado escondites, y así, cuando se llegó a un punto muerto y los hombres pedían a gritos que se enviara un mensajero al Gran Dios, no se pudo encontrar a ninguno.
Los aldeanos los buscaron por todas partes, pero sin éxito. Los únicos que encontraron fueron una lagartija y un camaleón, ambos dormidos sobre una roca, tan contentos con el calor del sol que ni siquiera se habían dado cuenta de la discusión.
Los hombres habrían preferido enviar a un macho de pies ligeros, o incluso a una cebra robusta y galopante, que les habrían traído una rápida respuesta de la montaña sagrada, pero, a pesar de los gruñidos de los más impacientes, se dieron cuenta de que no tenían otra alternativa que despachar al lagarto y al camaleón.
Era por la tarde cuando ambos emprendieron el viaje. Eran buenos amigos y tenían mucho de qué hablar, así que el viaje, al principio, fue bastante agradable y, casi sin darse cuenta, el sol desapareció en el horizonte y se hizo de noche.
Nunca antes habían estado en la montaña sagrada y, en la oscuridad, se desviaron del camino y se perdieron muchas veces. Finalmente, llegaron a la morada del Gran Dios en las primeras horas de la mañana. Los ruidos de los dos que tropezaban en la oscuridad le despertaron a Dios quien se apresuró a salir a su encuentro, preguntándose qué les había traído a verle durante esas horas de la noche.
Cuando le explicaron la disputa que la gente quería que resolviera por ellos, se enfadó muchísimo. Sus ojos brillaron de un relámpago que llegó hasta los rincones más recónditos de la tierra y el eco de su voz hizo que montañas enteras se desplomaran, estrellándose en los valles.
"¡Y bien!", dijo el Gran Dios. "A pesar de las muchas cosas que les he dado, comida, agua y paz sobre la faz de la tierra, siguen sin ser felices. Siguen con esas tontas discusiones y peleas sobre cosas sin importancia. Muy bien, tendrán su respuesta. De hecho, tendrán dos respuestas, y cualquiera que les llegue primero, será su suerte de ahora en adelante. No habrá vuelta atrás. Esta es mi palabra".
Se volvió hacia el camaleón. "Tú, camaleón, llevarás esta respuesta. A partir de este día, la mente del hombre será como la mente de Dios. Todas las cosas les serán reveladas. Tendrán vida eterna y, cuando duerman, sus sueños les revelarán más de lo que jamás supieron. Su vida seguirá siendo cada día como hasta ahora, llena de paz y abundancia. Ese es tu mensaje para mi pueblo, Camaleón".
Entonces habló al lagarto, y una vez más el trueno y el relámpago se encendieron sobre la faz de la tierra.
"A ti, Lagarto, te doy a llevar este mensaje. Los días de leche y miel han terminado. Mi pueblo ya no tendrá todo lo que necesita, tendrá que buscarlo y trabajar para conseguirlo. Ya no vivirán en paz con sus vecinos, y cuando discutan el resultado será lucha y derramamiento de sangre. Sus horas de descanso estarán llenas de sueños sin respuesta hasta que un día duerman un sueño del que no habrá despertar. Sólo en ese día final, cuando la vida haya terminado, se les dará la respuesta de toda la vida".
Terminó de hablar, y mirando primero al lagarto y luego al camaleón meneó la cabeza con tristeza. "Ahora deben ustedes volver con aquellos que los enviaron. Sé que están cansados, pero deben ir tan rápido como sean capaces. Quien llegue primero al pueblo decidirá su destino, porque su mensaje decidirá el futuro del hombre, por los siglos de los siglos".
La lagartija y el camaleón se dieron cuenta de que, en efecto, se trataba de un Dios muy Grande y, sin decirse ni una palabra, emprendieron el viaje de vuelta tan rápido como pudieron. Al principio, en las laderas descendentes de la montaña, viajaron uno al lado del otro, pero cuando llegaron a terreno llano, el camaleón empezó a sentirse muy, muy cansado y se quedó rezagado.
Pero el lagarto no. Corría tan rápido como le permitían sus cortas piernas, sorteando árboles y rocas, atravesando arbustos y matas de hierba alta. Incluso cuando salió el sol, rojo y dorado sobre el horizonte, no se detuvo ni aflojó el paso.
El camaleón iba cada vez más despacio, hasta que apenas parecía moverse. Cuando salió el sol y le deslumbró, cerró los párpados hasta que tan sólo se veía de su ojo cuanto una cabeza de alfiler. Estaba tan cansado que durante largos períodos parecía dormido parado, a veces con una pata en el aire. Sólo esa pequeña puntita de su ojo que podía verse indicaba que aún estaba despierto.
Durante todo el día viajó con esta lentitud, y la noche había vuelto a caer de nuevo antes de que llegara a la aldea desde la que había sido enviado. Entró en la primera cabaña y contó su historia a sus ocupantes, que se rieron de él.
"Vete, Camaleón", le dijo uno de ellos. "No me vengas con tus mentiras. El lagarto ha vuelto esta mañana y tenía la respuesta a nuestra pregunta. Ve y cuenta tu estúpida historia a la gente del pueblo de al lado, puede que sean tan tontos como para creerte... pero será mejor que te vayas rápido, mañana no estarán allí. Cuando amanezca, lucharemos contra ellos y demostraremos que somos mejores que ellos".
Lentamente, el camaleón salió de la cabaña y se dirigió cansado a la siguiente aldea. Al entrar en la cabaña del jefe, lo encontró afilando una lanza. El jefe no estaba más dispuesto a creerle que los demás.
"Vete, Camaleón", se mofó. "Yo mismo he oído las palabras del lagarto esta mañana. No intentes engañarme. Creo que te han enviado los hombres de la otra aldea. Están asustados porque se dan cuenta de que mañana les derrotaremos en la batalla".
Tristemente, el camaleón abandonó también aquella aldea. Se dirigió a la siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente, pero siempre el lagarto le había precedido.
Pero nunca se rindió. Incluso hoy se le puede ver, cansado y lento, con los ojos entrecerrados contra el sol, yendo de pueblo en pueblo, con la esperanza de encontrar un lugar donde el lagarto aún no haya estado.
Ver, The Chameleon
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