Por aquel entonces, el príncipe Ulmac, ‘El del Palacio del Agua’, que había ascendido al trono en el ‘Año Nueve del Conejo’, reinaba en Tollan. Su reino gozaba de tal prosperidad que incluso provocó la envidia de los ‘Dioses de la Lluvia’, que un día le retaron a jugar una partida de pelota. El orgulloso rey aceptó. Muchas tradiciones religiosas hablan de que a los dioses les encanta compartir con los humanos: una relación que acaba en sufrimiento cuando los humanos pretenden saber más que los dioses.
El príncipe Ulmac ofreció como premio tres piedras preciosas que poseía y unas hermosas plumas de quetzal. Incluso los Dioses de la Lluvia apostaron por "sus" piedras preciosas y "sus" plumas. El príncipe Ulmac no lo sabía, pero las piedras y las plumas de los dioses no eran otras que las mazorcas de maíz y las hojas que las envolvían.
Tras la victoria, cuando los dioses derrotados obsequiaron al Rey con simples mazorcas de maíz, el Príncipe Ulmac montó en cólera y exigió que se cumplieran los pactos. Los dioses se sorprendieron de la reacción del Rey, pero cedieron a su insistencia: le regalaron piedras preciosas y plumas de quetzal, exigiendo que les devolvieran las mazorcas. Se despidieron del príncipe Ulmac diciendo: "Como ves, te damos lo que quieres. Pero sepas que, a partir de ahora, durante varios años, no verán ni un grano de maíz: durante mucho tiempo, tú y tu pueblo sabrán lo que significa el hambre".
Pronto, la tierra sobre la que reinaba el príncipe Ulmac se vio atenazada por una durísima helada y los campos fueron azotados por terribles tormentas de granizo. El maíz desapareció: ni una sola mazorca pudo resistir las terribles inclemencias del tiempo. La población, diezmada por el frío y el hambre, era incapaz de soportar semejante calamidad. Todos los niños murieron antes de cumplir un año.
Sólo después de cuatro años de hambruna, los Dioses de la Lluvia sintieron compasión por el pueblo. Una mañana, un sol radiante inundó los campos atormentados durante tanto tiempo por las heladas y el granizo. Un campesino salió de su choza y, para su asombro, vio que en la tierra desnuda que rodeaba su casa algunas plantas de maíz luchaban por levantar la cabeza, cargadas como estaban de grandes mazorcas.
Corrió en su casa a llamar a su mujer y a sus hijos, y mientras éstos masticaban con increíble avidez el hermoso fruto, se le apareció un chamán quien le dijo: "Lleva algunas de estas mazorcas al príncipe Ulmac y dile que los dioses de la lluvia están dispuestos a perdonarlo a condición de que se les sacrifique la Flor de Quetzal, la hija de Tozcuecuex, del linaje de los Tenocas. El maíz que saldrá de la tierra, por voluntad de los dioses, está destinado a ellos. Y tu reino, él de los toltecas, de hecho, desaparecerá".
Cuando el mensaje fue transmitido al príncipe Ulmac, le invadió una gran angustia: ¿cómo podía pedir a una madre que sacrificara a su hija de ocho años? La noticia del fin de su reinado le conmocionó aún más. Pero ante la voluntad de los dioses, incluso la voluntad de un príncipe está obligada a doblegarse. Y Ulmac maldijo en su corazón el día en que había aceptado aquel maldito desafío de la pelota, pero se vio obligado a enviar a los Tenocas el mensaje que venía de los dioses de la Lluvia.
La madre de Flor de Quetzal no quiso aceptar en absoluto lo que los dioses habían decretado. Apretó a su hijita contra el pecho y se encerró en su casa, sin querer volver a ver a nadie. Todo el pueblo de Tenoca se vistió de luto y proclamó cuatro días de ayuno. En los templos se ofrecían continuamente oraciones y sacrificios. Pero al final, el sumo sacerdote, tras escrutar las entrañas de la última llama inmolada en el altar, dictaminó que la voluntad de los dioses no había cambiado: la niña debía ser sacrificada por la prosperidad de los Tenocas.
El día en que Flor de Quetzal fue ofrecida a los dioses, se oyó una voz que le habló a su madre: "Tozcuecuex", dijeron los Dioses de la lluvia, "no llores. Tu hija vivirá para siempre con nosotros. Su sacrificio traerá abundancia al pueblo Tenoca".
Y así fue. La noche siguiente, una lluvia fertilizante cayó sobre los campos. A la mañana siguiente, una extraordinaria sorpresa apareció ante los ojos de todos: en los campos habían brotado maíz y otros cien frutos, que colgaban maduros y abundantes. Hacía años que nadie sembraba en aquellos campos yermos. Era el Año Dos del Perro.
La sangre de la Flor de Quetzal había fertilizado la tierra. A principios del Año Uno del Pedernal, no quedaba un solo tolteca en toda la región: todo un pueblo había desaparecido. Era la voluntad de los dioses.
En una remota cueva de los Andes, el príncipe Ulmac pasaba sus días en soledad. Cuando los dioses lo llamaron a su reino, nadie en la llanura se dio cuenta. Todos habían olvidado hacía tiempo el famoso juego de pelota que había sellado el destino de dos pueblos: los Toltecas y los Tenocas.
Foto. Una leyenda maya - Columnas de guerreros toltecas en la pirámide de Quetzalcóatl (Estrella de la mañana) en Tula - Sitio arqueológico mesoamericano, México. Foto:123rf
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