El filósofo dice: “Todo cristiano hoy debe aceptar de vivir y construir la ciudad con los demás ciudadanos, juntos, sin abandonar por ello la propia identidad y tradición ni resignarse a una asimilación total”
Todo cristiano hoy debe aceptar vivir y construir la ciudad con los demás ciudadanos, juntos, sin abandonar por ello la propia identidad y tradición ni resignarse a una asimilación total. “Quien cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando... La fe, si no es pensada, no es nada". Quien escribe así no es un intelectual que pueda permitirse digresiones de salón en una época de relajación de la vida cristiana. El santo obispo Agustín de Hipona utiliza tales palabras en una obra Sobre la predestinación de los santos, escrita dos o tres años antes de su muerte (430), en una ciudad asediada por los vándalos y ocupada por los arrianos, cuando todos los angustiados llamaban a cerrar filas, lo que habría sido humanamente comprensible.
Pero ¿qué sentido puede tener esa invitación lejana a "pensar la fe" en nuestra era "post" (posmoderna, post humana, post metafísica, post secular...), que apenas enmascara un futuro que se nos acerca con tanta impetuosidad?
En un libro publicado el año pasado por la Librería Editrice Vaticana (Los cristianos en un mundo que ya no es cristiano. La fe en la sociedad moderna), el cardenal De Kesel considera agotada la posición monopolística del cristianismo como "religión cultural", en una época en la que la propia cultura occidental ha dejado de ser religiosa. Ante este desafío, según el autor, debemos reconciliarnos con el cristianismo como religión de origen extranjero, asumiendo la tarea que incumbe a todo migrante: integrarse en la sociedad que lo acoge, aceptando "vivir y construir la ciudad con los demás ciudadanos”, “juntos”, sin por ello “abandonar su propia identidad y tradición” ni resignarse a una asimilación total. Pero si el viejo "caparazón cultural" del cristianismo se ha convertido en plomo en las alas de la fe, ¿qué se puede hacer? ¿Necesitamos un nuevo aparato de vuelo, que rápidamente podría quedar también obsoleto, o podemos permitirnos la piadosa ilusión de volar sin alas?
Las palabras de Agustín, más que ofrecernos una desviación inconclusa, pueden mostrarnos un camino: cuando todo parece derrumbarse, si queremos mirar más allá del ocaso de una era, buscando los signos de un amanecer que erróneamente nos parece muy lejano, necesitamos pensar más, no menos. Sin una mirada larga, hacia adelante y hacia atrás, nos convertimos en prisioneros de un falso dilema: o nos conformamos con una religión equívoca y sin fe, refugiándonos en un consumo devocional de lo sagrado, compuesto de rituales excluyentes y lemas identitarios, utilizados para exorcizar el miedo; o nos conformamos con una fe sin religión, reducida a un repertorio íntimo de emociones privadas e indoloras, compatible con cualquier forma de vida o estructura económica, política, cultural.
En cualquier caso, la falsa antinomia es el resultado de la misma ilusión: que se puede creer sin pensar, quedándose a la espera en la nostalgia de un tiempo que ya no existe, o esperando un tiempo que aún no existe. Pierangelo Sequeri señaló bien el riesgo en su artículo: Mucha moral, poca comunidad, cero cultura.
Por otra parte, con todos los problemas que pesan hoy sobre la vida cristiana, redescubrir el fuego de la elaboración teológica, de la reflexión antropológica, de los proyectos culturales ¿no es un lujo que ya no podamos permitirnos, como lo es mantener abiertas iglesias demasiado grandes, inútilmente dispendiosa? Y entonces, ¿qué sentido tendría “pensar la fe” en una era “post metafísica” como la nuestra?
La respuesta sorpresiva de un viejo profano como Jürgen Habermas, publicada en 2019 en una monumental historia de la filosofía en tres grandes volúmenes, podría sorprendernos: en su opinión, “la modernización social no debe implicar necesariamente la pérdida de significado de la religión como forma contemporánea del espíritu, ni en la esfera política pública y en la cultura de una sociedad ni en la conducta personal de la vida de un individuo". En una sociedad tan fragmentada, dentro de un escenario global en el que el sistema tecnológico-financiero es demasiado fuerte y la política demasiado débil, las religiones pueden acreditarse como comunidades globales yendo más allá de su entorno civilizacional original y convirtiéndose en sanas portadoras de “discursos capaces de verdad universalmente accesible".
Aquí la provocación de Habermas encuentra un singular punto de encuentro no sólo con De Kesel, sino aún más con la invitación de Francisco a universalizar la fraternidad, que es el centro de la encíclica Fratelli tutti.
Pero ¿cómo discutir sobre el potencial cognitivo de la fe cristiana ante el anuncio del Resucitado, sin caer en una nueva "culturalización" del kerigma y sin renunciar a iluminar críticamente el perímetro demasiado humano de nuestras vidas siempre de carrera? Encontrando una fe amiga de la trascendencia, dispuesta a contemplar el exceso del misterio y la altura infinita de lo espiritual. Dentro, juntos, más allá: sólo una mirada capaz de abarcar las profundidades de la persona, la amplitud de la fraternidad, la altura de la promesa misericordiosa de nuevos cielos y una nueva tierra puede experimentar el vértigo de la trascendencia. Un cristianismo reducido a una educada etiqueta espiritual, dispuesto a inclinarse ante el dogma de la "political correctness", es hijo solo de miradas evasivas y encogidas, parientes cercanos de corazones apagados y cerrados. Una afasia escatológica rampante es la confirmación más embarazosa de esto. Y que no se diga que los horizontes lejanos son un escape del presente. Más bien debemos temer una historia habitada sólo por absolutos terrenales: el infinito maligno es siempre el peor enemigo de nuestra finitud. No, la trascendencia no es enemiga de la historia. De hecho, puede ser nuestro mejor aliado, cuando nos recuerda que somos animales verticales: levantar la cabeza y mirar al cielo casi siempre también ayuda a mantener los pies en el suelo.
Ver, Cattolici e cultura. Alici: la trascendenza non può inchinarsi al politically correct
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