Érase una vez… La estación de las lluvias llegó al bosque, como debe llegar cada año. Pero esta vez llovía más que nunca. Nadie había visto nunca nada igual. Por la noche, el agua caía con un estruendo como el del trueno. Por la mañana golpeaba las ramas de los árboles y les arrancaba las hojas. Golpeaba contra los tejados de paja de los pueblos y se precipitaba por los senderos. Un viejo cuento que parece sobre el cambio climático de hoy en día.
Las niñas ponían ollas bajo el cielo para recoger el agua y volvían corriendo y resbalando. Los pequeños y amistosos ríos se hicieron profundos y anchos cubriendo los lados de las callecitas. Al llegar la noche, la gente cerraba las puertas con llave y ni siquiera miraba fuera, porque de toda manera no se oía más que lluvia, lluvia, lluvia.
Los animales del bosque también estaban asustados por el agua. La liebre ya no podía encontrar prados de hierba para comer. El elefante no llegaba a caminar entre los árboles para masticar las ramas jóvenes. La tortuga era incapaz de arrastrarse lentamente por tierra para atrapar insectos; y la araña, que había sido demasiado perezosa para plantar su granja o poner trampas para peces, no tenía nada que comer. Lo peor de todo era que el gran leopardo, que cazaba de noche, estaba hambriento y ahora acechaba en el bosque durante el día.
Una tarde, después de muchos días, dejó de llover. La araña salió de inmediato a buscar algo de comer. Bajó por el ancho sendero que llevaba al río. El leopardo estaba cazando también con una mirada hambrienta en sus ojos. Caminaba lentamente sobre sus cuatro patas blandas por el sendero que llevaba al río. Así fue como la araña y el leopardo se cruzaron.
Normalmente, al leopardo le encanta una cena gorda y jugosa. Nunca piensa en algo tan enclenque como la araña. Pero aquel día pensó que incluso una araña caería bien, así que se paró a charlar e intentó parecer amistoso.
"Buenas tardes, araña - dijo el leopardo -. ¿Cómo te va con este tiempo tan húmedo?". La araña era perezosa y muy traviesa, pero no era estúpida. Supo enseguida porque la voz del leopardo era demasiado dulce.
"Estoy bien, leopardo, pero tengo mucha prisa", respondió. Y así, de un brinco era detrás de una gran hoja de palmera, y el leopardo no pudo encontrarla por más que lo intentara. El leopardo estaba muy enfadado. Lanzó un rugido que resonó por las colinas. Afiló sus garras y sus ojos se volvieron verdes.
"No importa -pensó al cabo de unos minutos-, iré a casa de la araña. Me esconderé detrás de su puerta y esperaré a que vuelva. Entonces me la comeré, y si trae algo de comida, también me la comeré".
Leopardo subió por el camino del río. Entró en la casita de la araña, que estaba hecha de hojas de plátano. Allí se hizo una bola redonda. Apoyó la nariz en sus grandes patas y se sentó a esperar.
Pero la araña no era tonta. Supo exactamente lo que haría el leopardo. Así que se tomó un tiempo para pensar en cómo manejar el asunto.
Primero fue al río y se apoderó de algunos peces que la gente había dejado en las trampas. Luego fue a una granja a comer mandioca. Porque es costumbre que a una persona hambrienta se le deje comer tanta comida como necesite, y a nadie le importará.
Cuando hubo comido a sus anchas, la araña se pasó la tarde visitando a todos sus amigos. Se mantuvo alejada de su casa todo el tiempo que pudo. Finalmente, empezó a oscurecer. El cielo se llenó de nubes y, una vez más, empezó a llover. Por fin, la araña tenía que volver a casa. Subió por el camino que pasaba junto al río y se acercó a su casita de hojas de plátano.
Miró por tierra para ver si el leopardo había dejado huellas. Escuchó para darse cuenta si el leopardo hacía algún ruido. No vio ni oyó nada. Aun así, conociendo las costumbres del leopardo, decidió probar otra cosa.
Siguió caminando por el sendero, canturreando para sí misma, como si no pensara en nada. Y de repente gritó. "¡Ho! ¡Mi casa de hojas de plátano!" Nadie respondió. Todo estaba en silencio. La araña se acercó un poco más. Seguía habiendo silencio. Nadie decía nada.
"Qué curioso - dijo la araña en voz alta -, mi casita siempre me contesta cuando la llamo. Me pregunto qué le pasa".
Una vez más, con todas sus fuerzas, gritó: "¡Ho! Mi casita de hojas de plátano. ¿Cómo estás?" Y desde lo más profundo de la casa llegó una vocecita aguda. "Estoy bien, araña. Entra".
Entonces la araña se echó a reír: "Ahora sé dónde estás, leopardo, y nunca me atraparás", dijo. Y con eso, corrió tan rápido como un rayo a través de la ventana, hasta la esquina más alta del techo. El leopardo no pudo atraparla, aunque lo intentara una y otra vez. La araña estaba al calorcito, al seco y segura en el techo. Por eso decidió vivir allí. Y allí sigue viviendo.
Foto. © CCA2.0/ A.K.M Monjurul Hoque Topu) – (Folktale from West Africa)
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