El suelo cumple una función estratégica (vivimos sobre él) y, como ocurre con otros bienes, a todos nos interesa mantenerlo en buen estado. Inexplicablemente, se descuida y las razones de ello son paradójicamente racionales, porque están encaminadas a justificar las actividades productivas que comprometen el suelo.
Por qué debemos defender el suelo
La agricultura es una de las actividades humanas que evidencia esta paradoja y es la que mejor identifica los efectos del comportamiento cambiante de la especie humana sobre la tierra. Los numerosos estudios que han analizado estos cambios han enumerado sus efectos en la transición de la agricultura tradicional, a la agricultura capitalista y, por último, a la agricultura de mercado globalizada, resultado de la introducción de las finanzas en los sistemas de intercambio agrícola y de la inclusión del comercio de productos agrícolas en la OMC (Organización Mundial del Comercio). La erosión, la salinización de los suelos y la desertización de vastas zonas del planeta se deben en gran medida a la intervención humana, y sobre este hecho, que ha dejado de ser el punto de vista de investigadores aislados, ha comenzado la construcción de acuerdos internacionales entre Estados. Puesto que todo el mundo está de acuerdo en que es necesario restaurar ciertos aspectos de la eficiencia y fertilidad del suelo agrícola que su uso excesivo ha disipado, la protección del suelo parece ser algo ampliamente compartido.
En cambio, las recetas económicas utilizadas han ido en sentido contrario y las inversiones han considerado el suelo como algo que puede mejorarse mediante su uso más intensivo. Aplastados por el cambio climático, las guerras, las pandemias, las crisis económicas y alimentarias, consideramos que la protección del suelo, una servidora menor del desarrollo, no es prioritaria, prefiriendo inversiones con mayor rentabilidad, capaces de tener un impacto inmediato en los presupuestos de empresas y Estados. Por tanto, el peligro de abandonar las actividades de conservación del suelo se hace real.
Por qué la economía de mercado no nos ayuda a proteger el suelo
Tras décadas de análisis socioeconómico, podemos afirmar que cuanto más se intenta abordar una visión estratégica del suelo vinculándola a un interés colectivo, más deben las soluciones propuestas abordar las cuestiones económicas desde una perspectiva diferente a la ley del crecimiento y del desarrollo, incluso en su versión "sostenible". La razón radica en que sólo el mercado legitima las intervenciones para proteger el suelo.
Una primera prueba de esta afirmación es que la protección del suelo no se considera una actividad normal vinculada al ciclo de utilización del activo suelo, como ocurre con cualquier otro activo económico cuya reintegración se contabiliza mediante amortizaciones. Para el suelo, la función de reposición depende de las distintas actividades económicas que se desarrollan en él, cuya rentabilidad varía según su valor de mercado y en relación con las funciones desempeñadas (mejora de la estructura productiva, descontaminación, recuperación de tierras).
Así, el valor de la tierra sólo incorpora parcialmente el valor de la defensa del suelo y la economía, presionada por el aumento de la producción (y de los beneficios), marcha a un ritmo y en una dirección muy diferente del ritmo y de la dirección que exigen los procesos de defensa y protección del suelo. No debe extrañarnos que sólo se defienda el suelo cuando sea económicamente viable y que su defensa se convierta en objeto de mercado, con la consiguiente aplicación de todas las leyes y normas pertinentes.
La parcelación, la privatización y la división entre el campo y la ciudad han hecho que los suelos se consideren de forma muy diferente según pertenezcan a la categoría de suelos urbanos o rurales. El problema de fondo es que la protección de los suelos beneficia a las poblaciones urbanas (la mayoría de la población de nuestro continente), que no parecen darse cuenta de este interés y descargan todos los aspectos del problema en la agricultura, un sector que ocupa la mayor parte de los suelos con su actividad económica y que en nuestro continente europeo sólo cuenta con una pequeña minoría de la población dedicada a ella. Pero incluso en el ámbito de la agricultura, hay poco interés por la protección del suelo por muchas razones; entre las principales razones económicas, el hecho de que la producción no amortiza una inversión en este sentido y la división de la propiedad hace aún menos atractivo para los particulares emprender una acción que tiene un coste considerable desconectado del beneficio a corto plazo.
Para la protección de los suelos, debido al cambio climático y a una situación de inestabilidad de esta base productiva, no sólo es necesario encontrar herramientas técnicas adecuadas y sistemas de comunicación oportunos y capilares; también es necesario incluir las actuaciones en una intervención coordinada de todas las administraciones (públicas o privadas, centrales o descentralizadas) que actúe según una lógica menos estrecha que la derivada del "fallo de mercado" y ofrezca soluciones menos limitadas que las derivadas de éste. Resulta emblemática la insuficiencia e inadecuación encontradas en la monetización de los derechos de contaminación y la intervención desarrollada en casi todos los casos de contaminación importante ocurridos hasta ahora en el planeta. Una teoría diferente de los fallos del mercado sólo puede resultar de una teoría diferente del mercado y de un sistema de valores que prescinda de la suposición actual de que el mercado es siempre y en todas partes el centro independiente de la vida social de la comunidad o del Estado.
Porque se necesita un enfoque cultural diferente.
Pero, ¿por qué después de las catástrofes provocadas por el descuido del suelo no actuamos de otro modo?
No es porque los problemas no estuvieran suficientemente claros de antemano: "En Italia se vivieron las inundaciones en Polesine, en Florencia, en Calabria, en Valtellina, en Liguria, seguimos la Ley 183 y nos dimos cuenta de que la cuestión del suelo es un tema que se trata para liberar la conciencia de la responsabilidad. No hay un compromiso constante, no existe una verdadera cultura de defensa del suelo en términos preventivos. Existe la cultura de reparar los daños".
Estos son los términos en que el problema fue presentado en 1992 por el entonces Jefe del Cuerpo Forestal italiano en un informe del Ministerio de Recursos Agrícolas, Alimentarios y Forestales, Investigación sobre Obras Hidráulicas y Forestales.
En sus conclusiones, el grupo responsable de la investigación afirmaba: "La prevención es una cosa, la restauración es otra, la reconstrucción es otra. Según las investigaciones realizadas, el patrimonio de obras ejecutadas en el pasado en las cuencas de montaña se encuentra en un estado de conservación bastante satisfactorio, lo que confirma la bondad de su ejecución, pero para garantizar la eficacia también en el futuro, es necesario poner en marcha, con carácter de urgencia, una cuidadosa y continua actuación de mantenimiento, con el fin de obtener, en las zonas objeto de intervención, los máximos efectos ambientales mediante una prudente labor de recuperación naturalista".
Si todo esto no se ha conseguido en treinta años, tal vez no sea sólo cuestión de mala voluntad o de prevaricación, sino de una forma de pensar incapaz de dar prioridad a los problemas a medio y largo plazo. Es la ideología actual del mercado, del beneficio inmediato y del privilegio de actuar a bajo coste lo que dificulta la realización de medidas de protección del suelo. Esta eliminación es más fácil si no se está directamente implicado (como en el caso de los habitantes de las ciudades) y si la responsabilidad de la acción se dispersa entre distintas instituciones o se deja a la iniciativa de particulares, como en el caso de la restauración y protección de pequeñas obras entre países. Si de lo que se trata es de reaccionar a los estímulos del mercado, las evaluaciones a medio y largo plazo se limitan a factores con un alto valor de mercado o capaces de atraer capital a largo plazo, y la protección del suelo no parece pertenecer a este ámbito, como sí lo hacen obras como "el puente sobre el estrecho de Mesina".
Cuando entraron en juego valores distintos de los exclusivamente económicos, el camino de la reconsideración del desarrollo se interrumpió y treinta años no fueron suficientes para proponer soluciones aceptables en las distintas conferencias mundiales; los mismos acuerdos firmados y renovados de conferencia en conferencia (de Río, a Kioto, hasta nuestros días), han sufrido ralentizaciones y aplazamientos.
Si tal es la situación de los grandes problemas ligados al destino del planeta, no es de extrañar la indiferencia con que se han abandonado cuestiones como la conservación de los suelos, que se tratan como hechos locales o, más bien, como problemas puntuales y limitados: urgencias que hay que tratar caso por caso. Marginar la actividad agraria y reducirla a una cuestión de rentabilidad ha contribuido a este efecto, haciendo retroceder paradójicamente el desarrollo del campo y desvinculando el uso de las nuevas tecnologías de la relación con la tierra.
La parroquialización, la privatización y la división entre la ciudad y el campo deben superarse mediante intervenciones complejas que hagan que su suma sea mayor que el valor de las intervenciones individuales.
Considerar la protección de la tierra como un bien común es la única forma de avanzar para que agricultores y ciudadanos, grandes empresas y pequeños propietarios, tierras estatales y complejos urbanos puedan encontrar un terreno común para sistemas económicos verdaderamente integrados, en los que lo global y lo local puedan tener un lenguaje común. Cómo conseguirlo y con qué medios es tarea de una teoría renovada del "hecho económico", no independiente del "hecho social" como hasta ahora, sino funcional a él y vinculada a un sistema de relaciones entre sujetos adaptado a las necesidades de la época.
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