Érase una vez… El cerdo y la hiena eran muy amigos. Eran inseparables. Lo compartían todo. Compartían todos los secretos. Lo hacían todo juntos. Su estrecha amistad se convirtió en la envidia de muchos otros animales de la aldea. Algunos animales intentaron romper esa amistad, pero fracasaron. Hasta que...
Intentaron enfrentar al cerdo con la hiena. Fracasaron. Intentaron enfrentar a la hiena con el cerdo. No lo consiguieron. Intentaron hablar mal del cerdo a la hiena. No lo consiguieron. Intentaron hablar mal de la hiena al cerdo. Fracasaron.
La hiena y el cerdo no se ocultaban nada. Se decían inmediatamente la verdad sobre cualquier cosa que oyeran sobre el otro. Si un animal decía algo malo del cerdo a la hiena, la hiena se lo contaba al cerdo. Si un animal decía algo malo de la hiena al cerdo, el cerdo se lo contaba a la hiena. Así, la hiena y el cerdo confiaban plenamente el uno en el otro. La confianza mutua era la base de su estrecha amistad.
La liebre se enteró de su fuerte e inquebrantable amistad. Se jactó abiertamente de que podía destruir esa amistad en cuestión de minutos. Nadie le creyó. Todos habían fracasado. Entonces la liebre se jactó de que incluso podía hacer que el cerdo y la hiena se convirtieran en enemigos para siempre y que nunca jamás volverían a hablarse. Ninguna amistad es inquebrantable, presumió. Nadie le creyó. Todos habían fracasado.
Un día, la liebre se dispuso a demostrar que tenía razón. Abandonó su aldea y se dirigió a la del cerdo y la hiena. Su plan consistía no sólo en destruir su amistad, sino también en convertirlos en enemigos para siempre y que para siempre se odiaran.
Afortunadamente para la liebre, el cerdo y la hiena estaban charlando cuando los encontró. Le explicó amablemente al cerdo que necesitaba hablar con la hiena en privado. Luego se llevó a la hiena a un lado, a poca distancia del cerdo.
Una vez fuera del alcance del cerdo, hizo ademán de susurrarle algo serio al oído. El cerdo lo veía todo, pero no oía nada. Lo único que la liebre susurraba al oído de la hiena era: «¡Estoy diciendo! ¡Te estoy diciendo! Estoy diciendo!»
«¿Eh? ¿Eh? ¿Qué estás diciendo?», preguntaba la hiena mientras levantaba la cabeza repetidamente. La liebre respondió susurrando repetidamente las mismas palabras: «¡Estoy diciendo! ¡Te estoy diciendo! Estoy diciendo!» El cerdo los observaba con gran interés. Sabía que su amiga la hiena le contaría inmediatamente todo lo que dijera la liebre. Para el cerdo, la liebre y la hiena mantenían una animada conversación sobre un asunto muy importante y serio.
Al cabo de unos minutos, la liebre se alejó de la hiena. A poca distancia, gritó, lo suficientemente fuerte como para que el cerdo le oyera: «¡Hiena, recuerda! ¡Cómo te decía! Adiós. ¡Hasta mañana!» Con estas palabras, la liebre dejó solos a la hiena y al cerdo. Se marchó, de vuelta a su aldea.
La hiena caminó hacia donde estaba el cerdo. Estaba muy confusa. Rápidamente le dijo al cerdo que la liebre no había dicho nada sensato. Todo lo que la liebre había estado diciendo repetidamente era «¡Estoy diciendo! sin decir nada».
El cerdo se quedó estupefacto al oír lo que le decía la hiena. No podía creer que su amiga más querida desde hacía mucho tiempo, la hiena, fuera ahora capaz de ocultarle secretos. «¡Te vi, con mis propios ojos, entablando una animada conversación con la liebre! ¿Y ahora me dices, sin ningún pudor, que no dijo nada en todo ese tiempo?», preguntó el cerdo, incrédulo, a la hiena.
«Te juro que eso es lo que decía la liebre», respondió la hiena, sincera.
«Si sigues diciéndome esa mentira, habrás jurado guardar secreto a la liebre contra mí. He oído a la liebre recordarte y decirte que te verá mañana. ¿Esperas que te crea?», gritó indignado el cerdo.
La hiena perdió los nervios al ser acusada de mentir. El cerdo se enfadó al ser engañado. Se armó una gran pelea. Todos los demás animales se apresuraron a ver el insólito suceso de aquellos dos amigos íntimos intercambiando duras palabras.
Terminada la pelea, el cerdo se marchó enfadado. Abandonó la aldea de los animales. Temía por su vida. Creía sinceramente que la liebre y su mejor amiga, la hiena, habían conspirado para hacerle daño y se habían jurado mutuamente guardar el secreto.
Huyó de ellos lejos del monte. Prefería vivir con la gente en las aldeas. Se sentía seguro con la gente. Por eso, cada vez que una hiena entra en un pueblo por la noche, intenta cazar y matar a un cerdo para comérselo. El cerdo la había llamado mentirosa. El cerdo y la hiena se habían acusado mutuamente de traición. Ya no podían confiar el uno en el otro. Se convirtieron en enemigos para siempre.
La liebre había triunfado donde otros animales habían fracasado. Había conseguido enemistar para siempre al cerdo y a la hiena no calumniando, sino... insinuando. Como dice un proverbio de Hausa (Nigeria): «No es el ojo el que entiende, sino la mente». (Cuento popular de Malawi) –
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