Muchas capitales africanas están cambiando de rostro. Pero el restyling deseado por las autoridades implica la demolición de edificios o barrios históricos que se consideran obsoletos, pasados de moda, impropios o incluso vergonzosos para el pasado que representan y recuerdan. Pero las excavadoras y las piquetas infligen heridas irreparables
El pasado mes de julio, las autoridades de El Cairo iniciaron la retirada y destrucción de los últimos awamats, casas flotantes que siempre han salpicado el curso del Nilo y consagrado la singular relación entre la capital egipcia y su río. Estos característicos edificios de madera coloreada de dos plantas y grandes terrazas, que datan de la época de la dominación otomana, fueron supuestamente demolidos por carecer de permisos y autorizaciones, así como para poner en marcha un proyecto de reurbanización y "embellecimiento" del paseo fluvial.
El mito de la piqueta reurbanizadora parece volver a estar de moda en Egipto: hace sólo unos meses, una parte de la llamada "Ciudad de los Muertos", el enorme y antiquísimo cementerio monumental, con mausoleos que datan de siglos atrás, muchos de los cuales están ocupados y habitados por miles de familias, fue demolida para dar paso a una nueva y gran autopista. Un lugar único en el mundo, donde conviven un ancestral culto a los muertos y escenas de la vida cotidiana, y que desgraciadamente se va reduciendo año tras año bajo el pretexto del desarrollo urbanístico y las infraestructuras.
Desgraciadamente, lo que está ocurriendo en la inmensa capital egipcia es sólo un ejemplo entre muchos otros en el continente: desde Dakar a Dar es Salaam, los edificios históricos, la arquitectura vernácula (típica/tradicional), los lugares simbólicos y típicos están dando paso cada vez más a edificios anónimos de hormigón, fruto del imparable crecimiento urbano y la consiguiente especulación inmobiliaria. En Freetown, las centenarias casas krio -construcciones de madera con verandas y ventanas abuhardilladas inspiradas en la arquitectura del Mississippi y únicas en su género- son cada vez menos numerosas, mientras que en Addis Abeba, entre la destrucción de edificios modernistas y las dudosas renovaciones, el fenómeno se ha vuelto tan alarmante que grupos de arquitectos e historiadores han iniciado una serie de campañas y batallas cada vez más encarnizadas para proteger lo que queda de los vestigios históricos de la ciudad.
Hechos que ponen de relieve la controvertida relación de muchas metrópolis africanas con su historia y su patrimonio arquitectónico y cultural. Nada nuevo bajo el sol, basta pensar en la devastación sufrida por el territorio italiano desde el boom económico hasta nuestros días, pero en estos contextos caracterizados por ritmos de crecimiento vertiginosos e instituciones no siempre sólidas, el fenómeno de la destrucción del patrimonio histórico resulta especialmente evidente y preocupante. Pero no se trata sólo de mera especulación constructora: la diatriba es también "cultural" y enfrenta a quienes aspiran a una ciudad moderna y eficiente con quienes reconocen la importancia de preservar las huellas del pasado, tanto entre los iniciados como entre la gente corriente.
Un pasado que en algunos casos pesa. Muy a menudo, los edificios históricos se remontan a la época colonial, por ejemplo: protegerlos y conservarlos significa también, necesariamente, perpetuar la memoria de épocas de opresión. Así es como edificios históricos o barrios enteros son percibidos por los inversores y las autoridades locales como vestigios inútiles de una época pasada, con una imagen mediocre y ruinosa muy alejada de la idea de ciudad moderna de calles aptas para coches, edificios altos, cristales reflectantes. Sin embargo, la pérdida de edificios históricos o la distorsión de lugares urbanos consolidados suele ser una herida difícil de curar: se corre el riesgo de crear ciudades sin carácter distintivo, sin alma. Homologado y aplanado sobre estilos de vida, formas y espacios anónimos y mediocres, una mala copia de modelos desarrollados en otros lugares, insostenible tanto social como medioambientalmente.
¿Hay excepciones? Sí, los hay. Asmara, por ejemplo, hace tiempo que protegió su centro histórico, consiguiendo incluso el reconocimiento de la Unesco; en la misma dirección va una nueva generación de arquitectos, urbanistas y técnicos africanos, cada vez más atentos al redescubrimiento de las tradiciones locales en clave contemporánea y a preservar y perpetuar los recursos ya presentes, repartidos por todo el continente. Un reto difícil, a contrarreloj y contra enormes intereses económicos, pero muy necesario, ya que el patrimonio histórico y cultural no es simplemente un edificio, una plaza o una bella arquitectura que hay que mantener. Es mucho más: es el alma más profunda e innegociable de una ciudad.
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