La Iglesia católica está adoptando la "sinodalidad", que significa "caminar juntos", un proceso por el que todo el pueblo de Dios se escucha mutuamente y escucha al Espíritu Santo para inspirar y revitalizar a la Iglesia. Este ensayo sostiene que la finalidad de la sinodalidad debe entenderse dentro de un contexto más amplio, ya que su objetivo primordial no es renovar a la Iglesia por sí misma, sino por el bien del mundo.
Hace poco menos de dos años, el Papa Francisco anunció que el próximo Sínodo de los Obispos se centraría en la propia sinodalidad. Los temas serían la comunión, la participación y la misión, y por primera vez en la historia de la Iglesia, invitaría a todos los 1.370 millones de católicos a participar en un proceso de dos años de escucha y discernimiento.
Herencia del Concilio Vaticano II, el objetivo de este "caminar juntos" -significado literal de "sinodalidad"- es acercar a los católicos a la misión de Jesús. En este "modo de ser Iglesia", todo el Pueblo de Dios se une en el camino de hacer vida en la Tierra el Reino de Dios. Se trata del mayor y más ambicioso ejercicio de escucha de la historia de la humanidad.
Algunos católicos han respondido más con miedo que con esperanza: miedo al cambio, o miedo a que no haya cambios. Otros intentan utilizar el proceso para impulsar su propia agenda particular; algunos lo ven como un cínico ejercicio de política eclesial; otros lo descartan como una colosal pérdida de tiempo. ¿Pueden los católicos superar esta confusión y aprovechar la oportunidad? Leyendo los signos políticos y culturales de los tiempos, podemos comprender el propósito fundamental de este Sínodo: es nada menos que la manera en que Dios prepara a la Iglesia para salvar al mundo.
He sido católica durante más de la mitad de mi vida, y mi vocación me ha llevado a escuchar y aprender de todas las tradiciones cristianas. Mi semana típica incluye conversaciones con amigos pentecostales, evangélicos, de la Iglesia Libre, católicos, anglicanos, proféticos, carismáticos y de las órdenes religiosas. Aprecio a mis amigos judíos por su testimonio único, y aprendo de mis amigos no religiosos y de mis contactos de todas los que tienen una fe o ninguna, de los de la sociedad civil, de los negocios y de la política. Escucho a todo el espectro político y a todas las clases sociales, culturales y étnicas.
Escuchar y aprender no diluye mis convicciones. Al contrario, me revela un sentido más claro de la vocación de la Iglesia y de las oportunidades que presenta el Sínodo. Mi itinerario personal me ha enseñado que el pensamiento social católico (PSC) puede ayudarnos a leer los signos de los tiempos. Inspirado en el Evangelio he formado por la docta experiencia de la Iglesia en cada nación a lo largo de ciento treinta años, el PSC está enraizado en siglos de tradición y en el derecho natural. Nos ayuda a comprender cómo afectan a la persona humana las ideas políticas y filosóficas, y las concretas decisiones políticas, a reconocer cuándo los sistemas sociales y los ‘valores’ culturales son deshumanizadores. El PSC nos ayuda a ser políticamente formados en consonancia con nuestra fe, a evitar la deriva proselitista y la corrosiva influencia del modernismo y el posmodernismo. Es, de alguna manera, la teología del Espíritu Santo en la práctica. Puede ayudarnos a discernir nuestro camino a través del proceso del Sínodo.
Hace siete años, el Papa Francisco dijo: "No vivimos una época de cambios, sino un cambio de época". No era el único en reconocer un desmoronamiento marcado por la ruptura de la confianza, la polarización, la fragmentación social y los síntomas de angustia, como el aumento de la soledad, las adicciones, las autolesiones, la depresión y el nihilismo. La mayoría de estos signos de tiempos oscuros se han acelerado desde el inicio de la pandemia, pero no han sido causados por ella: forman parte de una tendencia que dura décadas. Un individualismo radical y un híper liberalismo, tanto de izquierdas como de derechas, han impulsado la mercantilización del ser humano y una dependencia excesiva de las soluciones tecnocráticas a los problemas humanos. Esta situación tiene raíces aún más profundas, comenzando con el Iluminismo que a pesar de sus muchos beneficios, resultó en un alejamiento de Dios. Condujo a una profunda pérdida del sentido de la naturaleza trascendente de la persona humana. Las nefastas consecuencias de esta pérdida fueron inevitables.
Ya se trate de la trata de seres humanos o de los contratos de cero horas, de la medicalización de la tristeza o de las aplicaciones por citas amorosas, de la sublimación de las cualificas académicas por encima del trabajo profesional o de la promoción de la movilidad por encima de la comunidad, la combinación del dominio del capital y del paradigma tecnocrático ha tenido efectos catastróficos en nuestras relaciones institucionales y sociales y en nuestro sentido de pertenencia. La familia, la comunidad y nuestro sentido de pertenencia se han visto socavados; hay una crisis de objetivos y alienación, sobre todo entre los jóvenes. El daño social y económico se manifiesta en la degradación y el abandono de comunidades enteras.
Esta época también ha afectado a las iglesias. Muchas se han replegado sobre sí mismas, han dejado de relacionarse con la gente, se han marginado; algunas se han visto infectadas por filosofías seculares modernas y posmodernas o distraídas por las guerras culturales. Muchas Iglesias no saben quiénes son y ya no entienden su vocación cívica. Los escándalos de abusos sexuales clericales y la pandemia han acelerado esta trayectoria de declive.
Nosotros, la Iglesia, Pueblo de Dios, tenemos una vocación única para contrarrestar estas tendencias deshumanizadoras, pero no estamos bien preparados. Nos frena la falta de conciencia de lo que está ocurriendo, el agotamiento por soluciones administrativas, como las reorganizaciones parroquiales o las proyecciones financieras poco realistas, y, sobre todo, una formación defectuosa e inadecuada como discípulos de Cristo.
Sin embargo, Dios está actuando; los profundos cambios que se están produciendo son su manera de purificar y renovar la Iglesia para que esté preparada para la tarea que tiene por delante. Estamos en una época de profundo malestar espiritual, pero esta era, que ha sido tan hostil a la humanidad, se está desvaneciendo. Estamos en la cúspide del cambio y la Iglesia tiene que estar preparada para responder.
Todas mis conversaciones y encuentros me dicen que mi País necesita una Iglesia que sea puerta de entrada al Espíritu Santo, y que comprenda y ocupe su lugar en la sociedad. Es vital que entendamos de qué trata el Sínodo, y de qué no trata. El Sínodo no trata de salvar a la Iglesia. Se trata de salvar el mundo. Si no entendemos que este es su propósito, entonces el Sínodo se replegará sobre sí mismo y le fallaremos al mundo. El Papa Francisco subraya que el Sínodo implica "un discernimiento de los tiempos que vivimos, en solidaridad con las luchas y aspiraciones de toda la humanidad" para llevar a cabo la misión de la Iglesia en un mundo desacralizado. Su tarea es "anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios" (Lumen Gentium).
Al caminar juntos, invitamos al Espíritu Santo a actuar a través de nosotros, Pueblo de Dios, en la vida cotidiana, a todos los niveles y en todas las sociedades. Por esta razón, Francisco ha escrito que el Sínodo "no es un parlamento ni una encuesta de opinión" -no debe confundirse con el Sínodo General de la Iglesia de Inglaterra-. Más bien, en nuestros corazones, en cada diócesis de cada nación, este "caminar juntos" trata nada menos que de revitalizar nuestra vocación. Cada uno de nosotros está llamado a desempeñar un papel explícitamente cristiano, según sus dones y capacidades, en la renovación social y espiritual de nuestro país.
El PSC muestra que hay tres tipos de poder: el dinero, el Estado y las relaciones, el poder que los seres humanos construyen entre sí. Las Iglesias deben ayudar a generar poder relacional, para resistir las tendencias deshumanizadoras del dinero y del poder estatal. El poder relacional debe estar en el centro de la nueva formación que necesita la Iglesia. Sólo la renovación de las relaciones locales puede conducir al surgimiento de una nueva política de la gracia. Sólo así surgirá un nuevo acuerdo para el bien común.
El individualismo es un obstáculo para la gracia. Demasiados cristianos están atrapados en un modelo consumista: van a la iglesia, consiguen algo, vuelven a casa. Con demasiada frecuencia, la vida cristiana carece de la comunión del amor y del apoyo mutuo. Una mujer me contó que llevaba dos años luchando contra unas deudas terribles. Había ido a misa todas las semanas, pero no había hablado con nadie de sus problemas. ¿Por qué esa parroquia no tenía una cultura en la que la gente se conoce, en la que se pueda ser sí mismos, amados y apoyados?
Para desarrollar el poder relacional, tenemos que convertirnos en una Iglesia relacional. Para ello es necesario replantear nuestra concepción de "Iglesia" como algo más que una institución local, algo más que un lugar de culto. Se trata de concebir la Iglesia como una comunidad de personas fieles comprometidas con su lugar de pertenencia, orientadas hacia el mundo, que viven en amistad amorosa con otras personas del vecindario y con el compromiso de construir relaciones locales, personales e institucionales. La necesidad de estas relaciones es especialmente grande en lugares que han sido abandonados política, económica y espiritualmente.
Para estar en buenas relaciones con nuestros vecinos, debemos sentirnos bien juntos en casa. Pero una Iglesia en decaída ha dejado de relacionarse con grandes sectores de la población. En particular, gran parte de la Iglesia en Gran Bretaña, al igual que gran parte de nuestra política, ha sufrido el dominio de la clase media. Cuando damos la bienvenida a la diversidad, debemos incluir las clases sociales. De lo contrario, sacaremos conclusiones erróneas. Cuando oímos al Papa Francisco pedir una "Iglesia pobre para y de los pobres", debemos recordar que "los pobres" significa no sólo los indigentes, sino también las comunidades de la clase trabajadora, que incluyen muchas etnias y diversas opiniones políticas. Francisco tiene razón al insistir en que la Iglesia necesita ser evangelizada por los pobres. Para ser receptivos a esa evangelización, los católicos de clase media tienen que estar abiertos a construir el bien común con personas de diferentes entornos educativos y socioeconómicos, y resistir las tentaciones de dominar un espacio propio.
Si queremos contribuir positivamente al proceso del Sínodo, debemos tratarlo como algo más que un asunto interno de la Iglesia. Debe verse como una nueva forma de ser "Iglesia", para abrir paso al Reino de Dios, para ser la encarnación del amor en un mundo profanado. La institución de la Iglesia está al servicio de la Missio Dei, no es un fin en sí misma. Un Sínodo instrumentalizado y guiado por una agenda fracasará. Pero uno abordado con humildad, gracia y apertura al Espíritu Santo podría transformar el mundo.
No se trata de ganar una discusión. Debemos escuchar las voces de toda la Iglesia y dejar de ser tribales. Todos, incluso aquellos que nos desagradan y con los que no estamos de acuerdo, tienen un papel que desempeñar. Nosotros, el pueblo de Dios, tenemos que confiar los unos en los otros, seamos laicos, religiosos u ordenados. Es necesario restablecer la confianza no sólo entre los laicos y los obispos, y entre los laicos y el clero, sino también entre el clero. Esto es difícil en un contexto de decadencia y tras los escándalos de abusos y sus encubrimientos, pero es esencial si queremos tener "oídos para escuchar lo que dice el Espíritu" (Apocalipsis 2, 29).
Debemos escuchar otras tradiciones cristianas con apertura y respeto. Debemos aprender de los que profesan otras religiones y de nuestros vecinos no religiosos: Dios habla y actúa a través de todo tipo de personas. Si estamos anclados en Cristo, esto enriquecerá, no debilitará, nuestra tradición religiosa.
El arzobispo Malcolm McMahon, de la archidiócesis de Liverpool, al terminar el proceso sinodal inicial y lanzando su plan pastoral, declaró: "No vamos a poder volver a lo de antes y debemos poner nuestra confianza en lo que Dios está haciendo". "Lo único que sabemos sobre el futuro es que no será igual al presente... si caminamos unos con otros en el nombre del Señor, entonces él también estará caminando con nosotros: puede que se produzca un extraño calentamiento de nuestros corazones mientras eso suceda. Son tiempos apasionantes; me atrevería a decir que éste es el día más importante en la vida de la Iglesia de este milenio. Tenemos que convertirnos en la Iglesia que Dios nos llama a ser".
Para que el proceso sinodal cumpla su finalidad, debemos estar abiertos a la transformación, tanto personal como colectiva. Cada parroquia necesita discernir su identidad como pueblo perteneciente a un lugar, en relación con sus vecinos y con Dios. Para resistir las tendencias deshumanizadoras que dañan nuestra vida en común, tenemos que afirmar nuestra naturaleza trascendente como seres humanos encarnados, y abrirnos a la realidad de la Trinidad: rendirnos a la primacía de Dios, acoger la ayuda del Espíritu Santo, aceptar la gracia de nuestro Señor y salvador Jesucristo en nuestras vidas. El Papa Francisco ha advertido: "Si el Espíritu no está presente, no habrá Sínodo". Por eso, debemos estar siempre a la escucha atenta y preguntarnos cada día: "Señor, ¿qué quieres de nosotros?". Si no somos capaces de recorrer juntos este camino, la Iglesia seguirá decayendo y no logrará vivir su vocación. Un proceso sinodal en un momento como éste no es sólo un ejercicio eclesial. Es una llamada a renovar el mundo.
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