El papel de los laicos, el lugar de las mujeres, la evaluación de los obispos... Tras tres años de consultas en todo el mundo, la Iglesia dio a luz el 26 de octubre un documento que esboza su futuro. La socióloga Danièle Hervieu-Léger analiza los progresos realizados y sus límites.
Desde hace tres años, la Iglesia católica está inmersa en un proceso de consulta mundial iniciado por el papa Francisco, conocido como «Sínodo sobre la sinodalidad». Es decir, los católicos de todo el mundo tuvieron la oportunidad de dar su opinión sobre el futuro de su Iglesia, debilitada por la caída de las vocaciones y por la violencia sexual y espiritual cometida en su seno. En particular, se les invitó a expresar su opinión sobre el papel de los obispos y el lugar de los laicos -hombres y mujeres- en la liturgia y la toma de decisiones. Los resúmenes, enviados al Vaticano desde todos los continentes, iban desde propuestas audaces -como la ordenación de mujeres- hasta otras más conservadoras.
El pasado mes de octubre, la asamblea sinodal, compuesta por 368 miembros, el 75% de ellos obispos, se encargó de redactar un documento final en el que se recogían las directrices. Por primera vez, los laicos, entre ellos 54 mujeres, tuvieron derecho a voto en la redacción de este texto, que se publicó el sábado 26 de octubre. ¿Cuáles han sido los resultados? No ha habido revolución en los temas más sensibles, que se han confiado a grupos de trabajo autónomos que entregarán sus conclusiones en junio. La institución bimilenaria, consciente de las discordias que la atraviesan, no cruza las líneas rojas que romperían su unidad, pero inicia un movimiento hacia una mayor horizontalidad. La socióloga religiosa Danièle Hervieu-Léger analiza de cerca este paseo por la cuerda floja.
En su opinión, ¿es este Sínodo el inicio de una reforma de gran alcance, o es el nacimiento de un ratón?
Ni lo uno ni lo otro. No estamos asistiendo a una revolución institucional, pero lo ocurrido durante este Sínodo no es nada desdeñable. Se está produciendo un cambio de cultura, ante todo en el hecho mismo de que la Iglesia consulta a sus fieles para reflexionar sobre su futuro. La organización práctica de los debates celebrados en Roma durante las últimas semanas da testimonio de un cambio de estilo: clérigos, laicos, hombres y mujeres debatieron en torno a mesas redondas que mostraban físicamente una forma de horizontalidad.
En forma de consejos y recomendaciones más o menos insistentes, el documento final nos invita, lo mejor que podamos, a poner en práctica este estilo participativo en nuestras prácticas eclesiales. Se trata de garantizar una presencia más activa y eficaz de los laicos en la animación de la vida de las comunidades, lo que implica un verdadero cambio en la manera de presentar la autoridad. Por ejemplo, el texto pide que sean obligatorios los consejos parroquiales y diocesanos, donde los laicos puedan dar su opinión y participar en la toma de decisiones. Una propuesta recomienda que haya más mujeres en los seminarios donde se forman los sacerdotes. Otra recomienda ampliar las tareas que puede delegar un obispo. La noción de «rendición de cuentas» se menciona varias veces: se sugiere que las autoridades den cuenta de sus actos a los fieles, y vemos surgir la idea de que los obispos, hasta la Curia, podrían estar sujetos a evaluación. Se trata, sin duda, de la expresión de una voluntad de cambio, pero los límites de este ejercicio se alcanzan rápidamente.
¿Ningún cambio real en la organización del poder?
El Sínodo no ha ido tan lejos como se esbozaba en un primer documento de trabajo. Aunque los consejos parroquiales y diocesanos se han hecho obligatorios, ya no está clara la idea de que sus miembros no sean todos nombrados por el obispo o el párroco. Tampoco se ha retomado la creación de un ministerio de predicación que permita a los laicos, hombres y mujeres, pronunciar homilías. Se trata, pues, de una inflexión de estilo, pero no cuestiona concretamente el poder de decisión exclusivo del sacerdote o del obispo. Aunque se insiste regularmente en la corresponsabilidad entre clérigos y laicos (incluidas, por supuesto, las mujeres), basada en el intercambio y la concertación -lo que no es poco y supera ya los límites aceptables para los más conservadores-, los avances concretos son tímidos.
El Sínodo reconoció la necesidad de una reforma, pero tropezó inevitablemente con el escollo que bloquea toda evolución del sistema romano: la definición de la autoridad sagrada del sacerdote, que su elección divina (la famosa «llamada» a la que se supone que responde la vocación sacerdotal) establece como único mediador legítimo de la relación de los fieles con lo divino. El deseo de crear una mayor horizontalidad y fluidez en las relaciones entre fieles laicos, sacerdotes y obispos, pero sin tocar la verticalidad del poder que sustenta esta definición del sacerdote... es como la cuadratura del círculo.
Aunque había sido descartada por el Papa, la cuestión del acceso de las mujeres a la ordenación diaconal permanece, según el texto final, «abierta». ¿Cómo entender este cambio?
A decir verdad, ya no sabemos si esta cuestión está abierta o cerrada. Un grupo de trabajo debe reflexionar sobre esta cuestión crucial hasta junio. Esto crea un retraso preocupante. ¿Se trata de seguir reflexionando sobre hasta qué punto esta cuestión es crucial para la credibilidad de la Iglesia en el mundo actual? ¿O se trata de una táctica dilatoria para aplazar la reafirmación del «no» pontificio, que ya se ha manifestado claramente? Es difícil saberlo. Durante el Sínodo, el tema estuvo alternativamente en el orden del día y luego se dejó de lado. Volvió al centro de los debates durante los últimos días de la asamblea, gracias a la fuerte presión ejercida por algunos miembros a favor de la apertura del diaconado a las mujeres.
Lo que está en juego en el acceso de las mujeres al ministerio ordenado es enorme. Si se abre esta vía, implica un cuestionamiento radical de la figura sagrada del sacerdote, identificado como otro Cristo, y que como tal sólo puede concebirse como varón y célibe. Detrás de este privilegio masculino hay también algo de la visión arcaica de la incapacidad sagrada de las mujeres, cuya «impureza» periódica las aleja del espacio de lo sagrado. Si las mujeres entran en el juego, aunque sea por la puerta trasera del diaconado, esta construcción del sacerdocio se derrumba, y con ella el edificio jerárquico que es la columna vertebral del sistema romano.
Sin embargo, un párrafo del resumen del sínodo afirma que no debe haber obstáculos que impidan a las mujeres asumir las funciones de liderazgo que los textos canónicos les permiten. ¿Es un gran paso adelante?
Sí y no. En este párrafo, la Iglesia reconoce que existe un problema y reafirma la igual dignidad de hombres y mujeres bautizados. Todo lo que el derecho canónico autoriza está abierto a las mujeres, pero todo lo que el derecho canónico excluye... sigue excluido. En realidad, en muchos lugares donde el número de sacerdotes está en caída libre, las mujeres ya desempeñan papeles muy importantes: celebran funerales, preparan matrimonios, se encargan de la catequesis, dirigen cursos de formación, etc. Ya son «guías». El texto no aporta gran cosa nueva, salvo reconocer que este papel no se tiene suficientemente en cuenta ni se facilita en muchos lugares. Pero hasta ahí llega. Es probable que el propio Papa sea completamente ambiguo sobre este tema. Su preocupación por reforzar el lugar de las mujeres en la institución es sin duda sincera, pero su insistencia habitual en la «especificidad femenina» de su vocación muestra hasta qué punto sigue atrapado en una cultura patriarcal, y bajo la presión de las corrientes conservadoras que se oponen con uñas y dientes a cualquier cambio.
Al consultar a católicos de todo el mundo, el Sínodo ha puesto de manifiesto las profundas disparidades en las expectativas y las líneas rojas de los fieles de los distintos continentes. Para reformarse, ¿necesita descentralizarse la institución romana?
Desde el Concilio de Trento, la unidad de la Iglesia se concibe en términos de uniformidad. Hoy, sin embargo, se enfrenta a su extrema pluralización interna, que no es nueva, pero que ahora se afirma públicamente; las diferencias -por ejemplo, sobre el lugar de la mujer o la aceptación de los creyentes homosexuales- amenazan con constituir líneas divisorias. El Sínodo intenta hacer frente a esta situación invitando a tener más en cuenta el contexto cultural de las comunidades locales... pero sin tocar el derecho canónico, que formaliza la uniformidad del funcionamiento institucional. Los teólogos han sugerido que se reconozca la autonomía de las conferencias episcopales nacionales o continentales para tomar decisiones relativas a su territorio, pero este pasaje tan debatido no aparece en el documento final. ¿Cómo conciliar la unidad homogeneizadora con la autonomía de las comunidades locales? La ecuación parece insoluble.
¿Son algunas de las diferencias de naturaleza cismática?
En el documento resultante del sínodo, un punto resulta ciertamente intolerable para quienes aúllan contra la protestanización del catolicismo: el texto sugiere invitar a representantes de otras confesiones cristianas a participar en los consejos parroquiales y diocesanos. ¡Impensable para algunos! En el futuro, podría producirse un cisma de dos maneras: una ruptura activa por parte de algunos que declararían que Roma ya no está en Roma; o una disolución de la unidad, un distanciamiento gradual entre los distintos componentes del catolicismo. Este cisma silencioso está, en muchos aspectos, ya en marcha.
¿En qué medida se aplicarán las recomendaciones del Sínodo?
La cuestión es cómo serán recibidas. Al anunciar que no publicaría una exhortación apostólica postsinodal, contrariamente a la práctica habitual, el Papa da valor oficial (magisterial) al texto final publicado el 26 de octubre, que presenta como una guía a disposición de todos. Ha optado por no hacer valer su autoridad, en línea con la voluntad de horizontalidad surgida del sínodo. Lo que suceda a continuación está esencialmente en manos de los obispos, y sus reacciones revelarán el equilibrio de poder presente.
Foto. El Papa Francisco en el Vaticano, durante la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 26 de octubre de 2024. Foto Remo Casilli/REUTERS
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