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Expectativas ante el Sínodo

Vita Pastorale 29.05.2024 Severino Dianich Traducido por: Jpic-jp.org

El problema de la sinodalidad no puede resolverse con una deseada superación de una inveterada mentalidad clerical. Es indispensable un cambio en la legislación canónica.

A lo largo del camino sinodal se han planteado cuestiones, problemas, necesidades de reforma de la Iglesia, que han suscitado muchas expectativas, centradas ahora en la segunda sesión del Sínodo y en las decisiones que el Papa tomará después. Las expectativas son muchas, demasiadas para que algunas no sean defraudadas. Pero si no se responde a las más pertinentes para el tema del Sínodo, es decir, la promoción de la sinodalidad, se estaría dando un paso atrás en lugar de hacia delante. ¿Mucho ruido y pocas nueces?

La promoción de la sinodalidad tiene como objetivo la maduración de la fe y de la espiritualidad de los fieles. En el desarrollo de la vida, la persona humana sale de la condición de minoridad, cuando se le reconoce la capacidad de decidir, sobre sí misma y, junto con los demás, sobre la vida de la comunidad. Hoy, de hecho, según el Código de Derecho Canónico, los fieles, incluidos los diáconos y los presbíteros, no tienen, ni siquiera en los ámbitos en los que no están en juego la doctrina y la disciplina de los sacramentos, ninguna instancia en la que se les reconozca la capacidad de decidir con su voto lo que concierne a la vida de la diócesis. Tampoco, a los fieles laicos, en la vida de la parroquia. Los consejos actualmente previstos, con pocas excepciones, sólo gozan de un voto consultivo. El problema, por tanto, de la sinodalidad no puede resolverse con una deseada superación de una inveterada mentalidad clerical. Es indispensable un cambio en la legislación canónica.

Hojeando la documentación sobre las diversas etapas del Camino sinodal y leyendo el Informe de síntesis de la asamblea de octubre de 2023, llama la atención que, sobre la participación de los fieles en las decisiones, se plantee sobretodo la cuestión de la mujer en la Iglesia. Si la cuestión implica a todos los fieles, ¿por qué se insiste particularmente en lo que se refiere a las mujeres? La respuesta, aunque abre preguntas incómodas, es inevitable: porque la capacidad de decisión está reservada a los ministros ordenados y las mujeres no pueden recibir el sacramento del Orden. Esto parece situarla, inevitablemente, en un estado de minoría de edad.

Una vía frecuentemente propuesta para afrontar el problema es la creación de nuevos ministerios a los que también podrían acceder las mujeres, confiándoles el cuidado pastoral de una comunidad. Es una vía viable. Es importante, sin embargo, que no se traduzca en un restablecimiento de la división entre Orden y jurisdicción, que el Concilio pretendía superar. El sacerdote, como ya ocurre en algunas situaciones, no puede reducirse a pasar sus días en su coche, en su moto o en un barco para ir a celebrar misas aquí y allá, mientras que otros tendrían el ministerio de la atención pastoral de la comunidad.

El hecho de que a la mitad de los seres humanos se les impida acceder a un sacramento, por el mero hecho de ser mujeres, de hecho, justo o injusto, constituye para muchos un escollo en su camino hacia la fe. No son sólo las mujeres, ni sólo las mujeres que desearían ser ordenadas, las que piden al Sínodo y al Papa que abran la ordenación diaconal de las mujeres. Es una pregunta razonable, algo bueno, cuya realización beneficiaría a muchas comunidades cristianas. Responder con un ‘no’, sin dar razones absolutamente convincentes de lo contrario, no puede sino dar a las mujeres la sensación de ser discriminadas. Ahora bien, nadie podría decir que las razones que se suelen dar para responder con un ‘no’ son absolutamente convincentes. El informe de síntesis de la última sesión del Sínodo señala que, junto a quienes consideran que la tradición es absolutamente contraria, también hubo quienes juzgaron que «conceder a las mujeres el acceso al diaconado restablecería una práctica de la Iglesia primitiva».

La cuestión de la tradición, por tanto, no ofrece una respuesta unívoca por parte de los historiadores. No sólo eso, sino que es toda la tradición sobre el sacramento del Orden la que ha sufrido innumerables cambios. Baste recordar que el Concilio Vaticano II eliminó un grado del Orden, el subdiaconado, que Trento había definido como uno de los tres órdenes mayores. El Concilio Tridentino no incluyó entonces entre los tres grados del Orden el episcopado, considerado un ministerio jurisdiccional, que en cambio el Vaticano II define como ‘summum sacerdotium, sacri ministerii summa’ (LG 21). El ministerio de la predicación, que según el Vaticano II «los obispos, como sucesores de los apóstoles, reciben del Señor» (LG 24), no se menciona en el decreto doctrinal de Trento. Un episodio curioso durante el debate conciliar fue la intervención de uno de los Padres, según el cual no era posible definir el ministerio de la predicación de iure divino, porque equivaldría a declarar que los obispos y los papas han vivido todos en estado de pecado mortal. Durante siglos, los papas no predicaron y los obispos, sólo unos pocos, excepcionalmente. Ciertamente, no se trata de variaciones menores.

En conclusión, la tradición demuestra que la Iglesia, en el ejercicio de su legítimo Magisterio, puede introducir cambios en la comprensión de la doctrina y en la práctica del ministerio ordenado. Un Concilio, o sólo el Papa, pueden ordenar legítima y válidamente a las mujeres al grado del diaconado. Si, en respuesta a las expectativas actuales, el Papa lo hace, será un gran bien para la Iglesia. No es que tal reforma resuelva todos los problemas, pero sería un signo importante de un punto de inflexión en el progreso hacia el cumplimiento más pleno de la doctrina del Vaticano II: «No hay, pues, desigualdad en Cristo y en la Iglesia en cuanto a raza o nación, condición social o sexo, porque ‘no hay judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer: todos vosotros sois uno en Cristo Jesús’» (LG 32).

Ver, Le attese in vista del Sinodo

 

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