Andrea Grillo es teólogo, profesor de Teología de los Sacramentos y Filosofía de la Religión en Roma y de Liturgia en Padua. Es interesante retomar esta entrevista en la clausura de la 1ª sesión del actual Sínodo. Entrevista realizada por Daniele Rocchetti
¿El tema del Sínodo pondrá sobre la mesa la cuestión del poder y sus dinámicas?
Es una de las ideas más claras que están surgiendo en la actualidad eclesial y en el debate cultural más allá de la Iglesia, en lo que podemos llamar cultura común. Tenemos que reaccionar a una especie de instinto de autodefensa propio de la Iglesia. Cuando la Iglesia oye hablar del poder, dice "a mí esto no me concierne, porque yo me muevo en el espacio del servicio". Falso: el ejercicio de la verdadera autoridad, la autoridad del Evangelio, la autoridad del servicio, ejerce poder. Tal vez por perderlo, pero lo ejerce. Ahora bien, en el ejercicio del poder se toca toda una serie de mediaciones que son comunes, no específicas sólo de la Iglesia. Es importante una reflexión sobre estas mediaciones.
La primera mediación en la que se ejerce el poder es el lenguaje. La Iglesia habla un lenguaje antiguo, que era joven cuando se formuló. Era moderno, audaz en la época de Santo Tomás, del Concilio de Trento, de los Concilios del siglo XIX. Hoy por el contrario repetimos fórmulas gastadas. No debemos tener miedo de reconocerlo. En esto el Papa Francisco es muy franco y nos pide que usemos la imaginación, la inquietud y lo incompleto. No es casualidad que utilice estas tres palabras sorprendentes. Y es paradójico que las diga un Papa y no los teólogos, los pastores, los laicos. Hay que decir las cosas de siempre con palabras nuevas. Esta es la gran intuición de Juan XXIII, que abrió el Concilio Vaticano II afirmando que tenía un carácter pastoral. Porque, decía el Papa, una cosa es la sustancia de la doctrina, del depositum fidei, y otra su formulación, su revestimiento. Debemos formular el revestimiento de la antigua tradición de un modo nuevo, sorprendente, emocionante. Y ejercer el poder utilizando el lenguaje de un modo nuevo.
¿Y la segunda mediación?
La Iglesia debe salir de la auto-referencialidad, que normalmente es una consecuencia de los lenguajes obsoletos. Las lenguas son obsoletas cuando sólo se dicen a sí mismas. En la Iglesia esta es una de las tentaciones de todos los tiempos, la de una Iglesia que ya no sabe "salir" de sí misma. Bergoglio utilizó la imagen incluso antes de ser Papa. Y no es la "Iglesia la que sale", sino Jesús el que sale: debemos permitir que Cristo salga de los muros que hemos construido a su alrededor. Es una bella imagen: un "Cristo que sale" necesita una Iglesia con puertas y ventanas abiertas, que le deje salir a él y deje entrar la vida de los hombres.
¿Y la tercera mediación?
Es estrictamente institucional. El derecho canónico -concebido en 1917 y reelaborado en parte en 1983- se utiliza como si fuera la Biblia. Dejemos de reducir todo a cuestiones canónicas. El derecho canónico tiene una función esencial, pero no está ni al principio ni al final. Está en medio, al principio y al final hay otras cosas. Una Iglesia con el derecho canónico siempre al principio y al final es una Iglesia que habla un lenguaje autorreferencial, que no comunica con la realidad. Todo se vuelve más fácil y más realista si por fin dejamos que entre también en la Iglesia el signo de los tiempos del que hablaba Juan XXIII en su última encíclica Pacem in terris: las mujeres. Incluso antes de que comenzaran los trabajos sinodales, el Papa Francisco tomó importantes decisiones al respecto en 2021.
El retraso de teólogos, pastores y laicos. ¿Cuáles son las razones?
Son muchas y vienen unas de lejos y unas de cerca.
De lejos. En cierto momento de la historia de la Iglesia, por razones comprensibles entonces, ciertamente no hoy, el miedo al mundo moderno hizo que la Iglesia se aferrara a la cultura ya adquirida. Era como si ya no necesitara leer la realidad y tuviera todas las respuestas, incluso a las preguntas que aún no se habían planteado. Era el final del siglo XIX, principios del XX, la época del anti modernismo. Todavía hoy, después de más de un siglo, nos quedamos hijos de esa época.
El Papa Francisco vino a despertarnos porque estábamos convencidos de que allí donde estábamos, estábamos bien, es decir, dentro de nuestro mundo. Pensábamos que no necesitábamos salir. Por ejemplo, los sacerdotes. Los curas y los teólogos sólo se forman con discursos autorreferenciales. El seminario tridentino nació como un lugar de cultura. En cambio, el seminario de finales del siglo XIX y principios del XX se convirtió en un lugar donde sólo se estudiaban materias sagradas. La literatura -y no hablamos de las ciencias- cuanto menos mejor. Los seminarios italianos hasta finales del siglo XIX estaban llenos también de científicos. Desde entonces, son muy pocos los sacerdotes que estudian materias científicas de forma avanzada, los que investigan, y esto suscita recelo hacia todo lo que es la ciencia moderna.
Luego están las causas próximas. Después del Concilio, que es el gran deshielo del anti modernismo, surge una especie de nuevo anti modernismo en los años 80, 90 y principios de los 2000. La Iglesia dice grandes no: no a las intervenciones sobre eclesiología, ministerio, liturgia. Todo está bloqueado porque todo ya ha sido decidido en el pasado. El Papa Francisco, viene de Sudamérica, otro mundo comparado con Europa. Es el primer Papa no padre conciliar. Siente la responsabilidad de quien es hijo del Concilio: sacude a teólogos y pastores que siguen pensando la fidelidad en términos de inmovilismo. Francisco ha tenido experiencias civiles y religiosas que le han permitido salir de esta auto representación un tanto caricaturesca del papa, del obispo, del teólogo, del pastor e incluso del laico. Acaba yendo en contra de una mentalidad europea e italiana que, en cambio, está convencida de que para ser Iglesia católica hay que repetir la Iglesia del siglo anterior.
La distinción entre tradición y tradicionalismo ¿es, por tanto, uno de los ejes en torno a los cuales una parte de los católicos construye hoy barricadas?
La tradición siempre ha existido. El tradicionalismo es un producto de la modernidad tardía. La tradición es un mecanismo humano, institucional y eclesial por el que se garantiza que lo nuevo esté en relación con el pasado: es la garantía de que pueden suceder cosas nuevas que se asimilan gradualmente, de generación en generación, permitiendo que el pasado deje sitio a lo nuevo.
El tradicionalismo es uno de tantos -ismos, el intento de encerrar la tradición en un museo, en lugar de hacerla florecer como un jardín. Se quiere mantenerla siempre igual, aunque esté muerta. El tradicionalismo convierte la Eucaristía, el obispo, la parroquia en objetos de museo. Se piensa de garantizarlos haciendo siempre igual, siempre lo mismo. Las oraciones son siempre las mismas, nadie aprende una nueva lengua, todo el mundo habla sólo latín, y todo está muerto.
Se dice que el latín garantiza la universalidad de la Iglesia: sí, pero ¿para quienes? El latín, si es una lengua, debe entenderse, para poder ponerse de acuerdo. Aunque las cosas se escriban en latín para todos, cada uno luego las entiende en su propia lengua: uno en inglés, otro en francés, otro en italiano y otro en alemán. El Concilio lo entendió hace sesenta años: "nos juguemos la universalidad por medio de las lenguas particulares", no de una lengua que no ha estado viva desde que Dante declaró que, para hacer poesía, para hablar de la vida, había que utilizar la lengua vernácula. Eso fue en el siglo XIII. La Iglesia tarda unos siglos más. La Iglesia protestante lo consiguió en el siglo XVI, la católica en el siglo XX. Se puede utilizar el latín para los documentos canónicos, pero la experiencia de la fe ya no se hace en latín. El tradicionalismo ve en el latín una lengua intocable para custodiar la fe: es uno de los tantos ejemplos.
¿Cuáles son las expectativas respecto al Sínodo?
Son buenas si el Sínodo es una ocasión para escuchar. Una Iglesia que escucha es una Iglesia que acepta la lógica de los signos de los tiempos. Una palabra importante esta: ¡los signos de los tiempos!. Significa que en la historia suceden cosas de las que la Iglesia tiene que aprender.
¿Significa que en la historia hay cosas que merecen atención? ¡No! Para el Papa Juan -¡en 1963! - los signos de los tiempos eran algo distinto: que todos los pueblos tienen la misma dignidad, que los trabajadores tienen la misma dignidad que los empresarios, que las mujeres tienen la misma dignidad que los hombres. El mundo ha avanzado y ahora hay otros signos de los tiempos que leer: son las cuestiones relativas a la naturaleza, a la Creación, a las nuevas formas de experiencia del sentimiento, de las relaciones. En definitiva, hay mundos que están cambiando y en los que es posible encontrar elementos del mal y del bien y aprender a discernirlos.
Es decir, ¿una confrontación seria por fin con la modernidad?
Los dos Sínodos que se han puesto en marcha - tanto el universal como el propio de cada diócesis - tienen la oportunidad de sintonizar con esta necesidad de escucha. Hay que procesar los signos de los tiempos. La necesidad, por tanto, de trabajar sobre el lenguaje, las reformas institucionales y los derechos-deberes-dones de los sujetos. Estos son los tres frentes en los que hay que salir de las formas del ancient régime que todavía dirigen a la Iglesia. A veces no nos damos cuenta de que confundimos la tradición eclesial con las formas tridentinas o decimonónicas con las que se gestionaban entonces el matrimonio, las parroquias y las relaciones con los Estados. Fueron buenas soluciones en aquellos tiempos, pero hoy hacen agua. Es difícil ver por qué deberíamos seguir manteniéndolas, salvo confundiendo la normatividad de la palabra de Dios y de la tradición con la normatividad de unos tiempos transitorios y pasados.
Hay cosas de la tradición que es bueno que mueran para que la tradición continúe. Siempre ha sido así, no es que lo estemos inventando hoy. En la historia de la Iglesia durante mucho tiempo no hubo seminarios. Fue el Concilio de Trento el que los impuso. Al principio fue un trauma porque había quien decía: 'Nunca se hizo así, siempre se hizo de otra manera'. El Concilio de Trento tuvo el valor y la autoridad de decir: 'No, los futuros sacerdotes deben ir al seminario'. Hoy, esta solución ya no funciona. Quizá hoy no haya que hacer el seminario para ser sacerdote. Leemos sobre Ambrosio, pero también sobre Agustín. Los hicieron sacerdotes a la fuerza, los cogieron, los metieron en la Iglesia y los ordenaron. Una forma violenta que no aceptaríamos hoy, pero, en la historia, también ha habido una Iglesia así. Así que no debemos escandalizarnos si se reforma el seminario, si se reforman las jurisdicciones de las diócesis, los tribunales canónicos... Son cosas que pasan, sus formas históricas no son definitivas.
¿Qué significa para la Iglesia adoptar la forma sinodal? Una configuración, una forma por lo menos insólita para la Iglesia occidental.
Creo que significa asumir lo bueno que hay dentro de las experiencias que la Iglesia ha tenido en el pasado y en el presente. Asumir, discernir, lo que han aportado las revoluciones que han cambiado el mundo. Pienso en la revolución industrial y en las revoluciones liberal, francesa y americana. Cuidado, sin embargo, con un malentendido en el que caemos cuando utilizamos la palabra Sínodo. El Sínodo del que hablan los Padres tridentinos y los que se celebraban entre solos sacerdotes en dos días en los años cincuenta tienen poco que enseñarnos. El Sínodo del que hablamos hoy es la forma clásica repensada con nuevas categorías: cómo se ejerce la libertad, quién vota, de qué temas hablar.
Inmediatamente hubo obispos que dijeron: 'No, de esto en el Sínodo no se habla'. En realidad, si se trata de un Sínodo, nadie establece primero de qué se va a hablar. Sobre esto, el Papa Francisco ha sido muy claro desde el principio. Iglesia sinodal significa una Iglesia que se deja enseñar por los mundos de la democracia, siempre inacabados, pero en los que se escucha. Una Iglesia que se deja enseñar por los nuevos estilos de afrontar la realidad, de escuchar el Evangelio y de estar cerca de los que más necesitan la palabra evangélica. Una Iglesia capaz de ponerse en postura sinodal se convierte en un lugar donde se necesita del otro para ser uno mismo, dejando de un lado un modelo de Iglesia que ostenta una autoridad en competencia con la del Estado o de las Universidades. Un imaginario del que seguimos siendo víctimas, del que no son responsables ni la Edad Media ni el Concilio de Trento, sino el siglo XIX.
Un cambio de no poca importancia...
Ciertamente. A través del estilo sinodal, aprendemos el arte de ser Iglesia sin recurrir a formas que ejercen el poder. Y sin depender de formas de identidad y de relación propias del ancien régime. Por desgracia, a menudo se sigue identificando a la Iglesia católica con la no-democracia, con el no-consenso. A menudo oímos: "El Sínodo no es un parlamento". Sí, pero debemos aprender algo del parlamento: el consenso es fundamental, no para tomar decisiones que sean absolutas, sino para comprender cómo están las cosas. Sólo en la confrontación se puede comprender verdaderamente lo que significa hoy amar. Y también lo que significa hoy vivir juntos, lo que significa hoy trabajar juntos.
Déjanos comprender. La Iglesia no es una democracia, pero no puede evitar la escucha y la confrontación. ¿Cómo unir estas dos instancias?
Se trata de trabajar en las instituciones. La tentación que experimentamos hoy, tanto en la Iglesia como fuera de ella, es pensar que si se hace una nueva ley las cosas irán bien. Las leyes por sí solas no cambian las mentalidades, las maneras de vivir y de hacer. Pero también es cierto que si los instrumentos sinodales, las confrontaciones y la escucha sólo sirven para madurar las conciencias, no se tiene en cuenta que las personas reaccionan también ante los actos institucionales, es decir, ante los permisos, las prohibiciones, las directrices, los incentivos. La Iglesia debe tomar nota de ello. Si discutimos, hablamos, pero no tomamos medidas concretas de apertura a nivel ministerial, si no adoptamos formas de consulta del sensus fidei distintas de la opcionalidad, corremos el riesgo de no cambiar nada.
Los códigos canónicos son básicamente edulcorantes de un sistema absolutamente monocrático, incapaz de gestionar la división de poderes, mientras que en la Iglesia son necesarias experiencias de división de poderes. No es que no las haya, sino que se limitan solo ad intra. Ad extra, la Iglesia es absolutamente monolítica. Esto es una limitación, porque habla un lenguaje que tiene doscientos años. El punto de equilibrio es aceptar que las normas fundamentales de la vida de la Iglesia tienen algo que aprender del desarrollo de las formas de vida y de las formas institucionales de los hombres y mujeres de hoy.
Miremos, por ejemplo, cómo se tratan los delitos cometidos por eclesiásticos, ya sean sacerdotes o laicos. Lo que se necesita hoy es un diálogo transparente con la justicia civil. Pero esto las normas no nos lo permiten, porque hemos construido mundos jurídicos e institucionales opuestos a los del Estado. Esto ya no tiene cabida. Y esto vale también por lo que tiene que ver con el matrimonio, las formas de penitencia y mucho más. A primera vista, esto parece aberrante, pero siempre ha sido así: los cambios siempre han salido de una confrontación radical con el mundo.
¿Logrará el Sínodo dar voz y escuchar a quienes viven al margen de los asuntos eclesiales?
Creo que sí, tengo la esperanza de que así sea, a condición de que aceptemos de convertirnos. No hablo sólo de conversión del corazón, que también es fundamental. Sino también de convertir las mediaciones del corazón, es decir, nuestra manera de hablar, de pensar, de construir experiencias eclesiales. Es fácil hablar con palabras bíblicas. Es más difícil traducirlas al presente, porque seguimos atados a los horizontes de sentido de hace cien, ciento cincuenta años. Por ejemplo, la palabra homosexual, muchos cristianos la asocian inmediatamente a un vicio de la castidad. Si se razona así, se está en desventaja con respecto a la realidad, porque se ve primero el pecado y no a la persona. En este caso, pero podría hacer muchos otros, las categorías con las que se piensa son viejas y ya no funcionan. Ser homosexual no es, ante todo, aunque a algunos les parezca así, pecar contra la castidad. Esta idea es fruto de un mundo y de una historia que se ha quedado atrás pero que hoy ya no se sostiene y que margina, deja fuera.
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